sábado, diciembre 19, 2009

Charles Gayle Trio



Fui al concierto de Gayle casi por accidente. Me enteré que tocaría en la ciudad de una de las formas más gratuitas y azarosas posibles: una persona conocida y apreciada, pero que no es capaz ni le interesa distinguir entre el “bebop” y el “dixieland”, me reenvió una invitación que recibió a través de Facebook. En ella me decía algo así como que creía que ese era el tipo de música que me interesaba, pero que no estaba muy segura, que ahí viera. Así de feo me enteré.

Una de las cosas que me desagradan de mi vida cotidiana en el Distrito Federal es
este carácter azaroso de los eventos a los que asisto. Después de más de tres años viviendo aquí, aún no soy capaz de encontrar el medio de comunicación clave que me permita identificar ágilmente –entre los eventos y productos culturales que me interesan- quién, cuándo y dónde se presenta. Tampoco he encontrado dónde leer reseñas y crónicas bien escritas de los conciertos, películas o exposiciones que visito o a los que no puedo ir; un didáctico comentario crítico que me ayude a apreciar mejor lo que vi y a ubicarlo en un contexto estético específico.

El concierto del “Charles Gayle Trio” fue en el Teatro de la Ciudad y formó parte del ciclo de conciertos llamados “Festival de México” que se celebran en la capital del país entre el 11 y el 28 de marzo. El trío interpreta piezas de “free jazz” y está compuesto por un saxofonista (que también toca el piano), un bajista y una baterista.

Lo que Gayle tocó me gustó. Mucho. Es el tipo de música con la que “espontáneamente” me siento cómodo. También es el tipo de “concierto en vivo” que más disfruto (por alguna razón –tal vez de orden psicológico antes que estético- no encuentro del todo placentero asistir, por ejemplo, a conciertos de grupos de rock, a pesar de que sean bandas que aprecie).

La interpretación de Gayle fue ágil y compleja, estridente y seductora. Sentí como un instante la hora que transcurrió entre que comenzó a tocar y la pausa que hizo para saludar e informar que el concierto duraría sólo un poco más. Él, tocando el saxofón y el piano, y el contrabajista fueron impecables. El baterista no me gustó tanto, desde el principio me dio la impresión de que le costaba trabajo integrarse con su compañeros y seguir su ritmo (en algún momento me pareció que, incluso, carecía de condición física adecuada para tocar su instrumento con suficiencia; como sea, me entusiasmó el par de ocasiones en que hizo “solos”). Algunos de los adjetivos con los que describiría lo que escuché son delirante, perturbador, frenético, inquietante e hipnótico. Me pareció que el prerrequisito necesario para apreciar adecuadamente a Gayle es un
"estado de ánimo" de “apertura” en el que se está dispuesto a enfrentar algo complejo que requiere un escucha activo.

Lo primero con lo que, más o menos espontáneamente, asocié la música de Gayle fue con la interpretación de Bill Pullman en “Lost Highway”. Después, haciendo un esfuerzo por vincular lo que oía con algo que hubiera escuchado antes, pensé en Ornette Coleman y en Wayne Shorter. Otros a quien Gayle me hizo recordar, con diferentes estridencias e instrumentos, fueron Stravinski, Revueltas y Sonic Youth. En quien no pensé estando en el teatro fue en John Coltrane, de quien al final, dijo, tocaría una pieza que más o menos recordaba ("Giant Steps", un "standard"); empero, y supongo que no podía ser de otra manera, lo que realmente interpretó fue otra cosa que, sí, aludía al original, pero que daba la impresión de ser una versión muy propia. Podría decirse que más bien fue una interpretación “sólo inspirada en” o muy “libre” de la pieza del canónico saxofonista norteamericano. El concierto terminó luego de un par de "encores" y duró alrededor de dos horas.

Gayle, en conclusión, me emocionó y sorprendió agradablemente. Para empezar, por su vigor y semblante: no me dio la impresión de ser un tipo que ronda los setenta años de edad. También por el desenfado honesto y seguro con que caminó por el escenario cargando su saxofón al hombro y por la candidez con la que habló –por ejemplo- tanto de la Ciudad de México como de las pocas piezas que sabía interpretar su trío. Pero sobre todo, porque su música transmite una vigorosidad que revitaliza la salud auditiva del escucha y deja tan buen "sabor de boca" que provoca empatía en, supongo, casi cualquier persona dispuesta a recrearse en algo más que una cumbia facilona o en el ritmo de una salsa “pegajosa”.

jueves, noviembre 12, 2009

El juego del "Chorro, Morro, Pico, Tayo, Qué Dirás Que Es"


¿Conocéis el juego del "Chorro, Morro, Pico, Tayo, Qué Dirás Que Es?"

Pues consiste en esto: De diez, ocho o seis muchachos se forman dos bandos físicamente equilibrados, que serán los que se enfrenten. Otro muchacho cualquiera, apacible y de buen aspecto, hará de Madre. La Madre, siempre persuasiva, sencilla, se sentará en el primer peldaño de una escalera o en algún muro de poca altura, con las piernas entreabiertas. Los dos bandos echan a suertes y el triunfador se apresta a la lucha. Uno de los sometidos, con las ancas erguidas, apoyará su cabeza en el regazo de la Madre; el siguiente colocará la suya entre las piernas del primero; el tercero entre las del segundo y el cuarto entre las del tercero. De pronto, uno de los del bando contrario, tomando empuje y alientos como el percherón frente a la yegua, saltará sobre sus enemigos para treparse en las costillas del que se ayuda en la Madre. Y así sucesivamente los demás. Naturalmente, el éxito de estas maniobras consiste en caer tan pesadamente sobre los supuestos asnos como sea posible; con la misma brutal alegría y el mismo ardor de quien pretende hacer valer un grave privilegio. Ya todos a cuestas, el primero dice:

—¿Chorro, Morro, Pico, Tayo, Qué Dirás Que Es?

Y muestra uno de los cinco dedos de la mano.

La Madre, árbitro infalible, de infalibilidad taciturna, observa. De abajo, aventuran:

—¡Morro!

Y era Pico, puesto que se trataba del dedo medio.

A continuación la historia se repite hasta que los asnos acierten. Así siempre.

Este juego se practica en los colegios, durante las horas de asueto, y provoca en el ánimo un excepcional entusiasmo.


La Puerta en el Muro,

Francisco Tario

sábado, octubre 31, 2009

Inglourious basterds


Mi primera película de Tarantino fue “Pulp Fiction”, creo. La vi en los “Multicinemas del Sol”, un conjunto de salas de cine de Guadalajara que ya no existen. Fui acompañado por mi papá y, si mal no recuerdo, entramos a la sala con lonches de pierna adobada de “La Playita”. ¿Cómo los metimos si se supone que estaba prohibido? Me resulta curioso haber ido con él a la primera película que vi de varios directores que ahora me son deferentes –Lost Highway y Cronos, ambas en el también desaparecido Cinematógrafo 1.

“Inglourious basterds” me gustó, aunque no tanto como “Pulp Fiction” o “Reservoir Dogs”. Es un prolongado y contenido “in crescendo” con temática –digamos- histórica, durante el cual se construyen dos o tres personajes casi memorables, se narran con destreza un par de pequeñas historias que bien podrían presentarse autónomamente y se culmina con un breve, no muy vistoso desenlace.

La narración se ubica en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, y ofrece tres historias paralelas: la de Shoshana Dreyfus, una francesa judía, dueña de un cine, que vive en París bajo un nombre falso; la de los Bastardos, que son una guerrilla de judíos, principalmente norteamericanos, cuyo objetivo es matar nazis; y la del coronel de la S.S. Hans Landa, un elocuente y reflexivo detective apodado el “caza-judíos”. A primera vista, uno podría decir que las historias principales son las de los primeros; sin embargo, es claro que el personaje principal es el último y que es su historia la que enlaza a las otras, así como la que articula la película en su conjunto. Algunas de las conocidas marcas distintivas de las películas de Tarantino están presentes: tomas a pies de mujeres, diálogos ágiles y prolongados, así como referencias intertextuales. Me habría gustado escuchar un soundtrack que, como en otras de sus películas, me entusiasmara en el momento e invitará a hacerme de él lo antes posible.

Algo que aprecio en una película son las pequeñas vueltas de tuerca y en ésta hay al menos una: cuando Landa atrapó a los Bastardos, con tensión esperaba que, de alguna manera vistosa, lograran liberarse; o bien, que fueran brutalmente lacerados. Sin embargo, estos no escapan ni aquél los tortura, por el contrario, ¿quién iba a pensar que Landa capitularía por iniciativa propia, provocando un inesperado giro en la historia mundial, a cambio de una isla en Nantucket y un lugar de bronce en los libros de historia norteamericanos? Yo no.

Landa, por último, es un personaje gustosa, disfrutable y típicamente tarantinesco. Su minuciosa construcción a través de conversaciones y, casi, monólogos inicia desde la primera escena de la película. Sus parsimoniosas intervenciones en francés, alemán, inglés e italiano hacen valer el boleto. Al personaje de Eli Roth, el temido “Oso Judío”, se le dedica una construcción inicial detallada que provoca expectativa, pero después se le descuida y más bien abandona. Mi personaje favorito, no obstante, es Hugo Stiglitz, un expresivo militar alemán que, por su cuenta, se dedica a matar oficiales de la S.S, que es reclutado por los Bastardos y que difícilmente tiene un dialogo en toda la película; una pena que lo asesinen tan pronto, pero que gozosa secuencia en la que sucede.

domingo, septiembre 20, 2009

Es un parecer impropio de un sociólogo, lo sé. Sin embargo, no puedo dejar de escribir que la gente que obtiene beneficios, bienes y servicios apelando a sus vínculos sociales antes que a méritos "objetivos" como experiencia profesional o escolaridad me cae mal. Muy mal, me dan ganas de escribir.

lunes, agosto 31, 2009

Paté de Fuá


Lo primero que me llamó la atención en el concierto de “Paté de Fuá” fue el público. Eufórico. Entregado aún antes de que sonará el primer acorde. ¿Inmerecido? Sí, sin duda.

También me provocaron curiosidad las expresiones de gozo dirigidas a los músicos, “¡Venga Lurie!”, y a la banda, “¡Venga Paté!”; ambas repetidas ad nauseaum con creativas variaciones.

La música de “Paté de Fuá” me gusta, sobre todo las canciones en las que no hay voz. Me agradan el tono y el ritmo. Creo que pueden ser propicias para trabajar, como música de fondo.

lunes, julio 20, 2009

Idiomática

"Comer como sabañón"
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Comer mucho y con ansia.

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jueves, junio 25, 2009

El frío dice la verdad

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Me fascina el frío. He llegado a veces a pensar que el frío dice la verdad sobre la esencia de la vida. Detesto el verano, el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas, los arroces al sol, los pañuelos para el sudor. Me parece que el frío es muy elegante y se ríe de una manera infinitamente seria. Y el resto es silencio, vulgaridad, hedor y gordura de caseta de baño.
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Enrique Vila-Matas,
Dietario Voluble

jueves, mayo 14, 2009

Quevedo: putillas viles, afrentosas

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Desengaño de las mujeres
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Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece;
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.

Puto es el gusto, y puta la alegría
que el rato putaril nos encarece;
y yo diré que es puto a quien parece
que no sois puta vos, señora mía.

Mas llámenme a mí puto enamorado,
si al cabo para puta no os dejare;
y como puto muera yo quemado,

si de otras tales putas me pagare;
porque las putas graves son costosas,
y las putillas viles, afrentosas.
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martes, abril 14, 2009

Caídas

Soy torpe. Sí, torpe.
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Me he caído dos veces en las últimas veinticuatro horas. La segunda ocasión fue con algún riesgo, por un momento temí ser atropellado por un microbús de los que cobran tres pesos. Me impresiona la velocidad y densidad del instante: apenas si me dí cuenta de lo que sucedía. Entre el pensar “subirme al ‘micro’ antes de que se vaya” y el preocuparme por a dónde fueron a dar mis lentes no tuve tiempo de intentar caer de manera menos dolorosa, como me habría gustado. ¿Me pegué en la cabeza?
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Escuché, pero hasta después me dí cuenta, que dos mujeres sentadas sobre cubetas colocadas boca abajo a un costado de un puesto informal de frituras le gritaron estridente y agresivamente al chofer, que éste redujo la velocidad y luego paró durante unos segundos, que la gente que subía por el puente se detuvo para ver qué sucedía y que una persona que ofrecía dulces a cambio de dinero para rehabilitar adictos se acercó con cara incierta para preguntarme si estaba bien.
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¿Fue grave o sólo aparatoso? Sé que temí ser atropellado, pero no en qué momento lo pensé ni en cuál sopesé que era mejor que el “micro” pasara sobre mis piernas que sobre el tórax.
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Me pregunto en qué medida pude haber provocado estas caídas yo mismo. A primera vista ambas fueron claros accidentes; sin embargo, desde hace tiempo tengo la cada vez menos difusa sensación de querer que me pongan una buena madriza, pero hasta ahora no he logrado que nadie me la ponga. ¿Por qué siento que quiero caer? ¿Por qué permanece esta “idea” de que merezco caer, pero, sobre todo, ser lastimado? ¿Fueron descuidos intencionados?
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Caer para arriba. Recuerdo ahora a Altazor y San Juan de la Cruz.

viernes, marzo 20, 2009

Houellebecq


Leí ya dos novelas de Houellebecq: La posibilidad de una isla y Las partículas elementales.

Houellebecq me provocaba la desconfianza de los autores pop. Sin embargo, decidí leerlo por influencia de dos lectores confiables –la señorita Lj y el flâneur MMM-, sin sus comentarios favorables no me habría hecho de ninguno de sus libros.

No sé bien por qué, pero esperaba a un misántropo iracundo, crítico, provocador e inescrupuloso. Houellebecq resultó ser eso, pero con corolario. La impresión final que tengo de él después de leer este par de novelas es la de que, en realidad, es un moralista (se vale de narraciones explícitas sobre eventos sexuales para criticar la sexualidad, por ejemplo). No cualquier "moralista", claro. Ni en sus mejores fantasías Carlos Cuauhtémoc Sánchez alcanzaría la densidad conceptual, el tono y el ritmo que –con todo y traducción- domina el francés.

En las dos novelas que le leí plantea la extinción de la humanidad tal como la conocemos hoy día. Imagina que a través de la ciencia podrá darse pie a la creación de una nueva especie que la sustituya; la característica distintiva de ésta, en contraste con aquella, será la supresión del coito, de la necesidad de contacto entre iguales y la inmortalidad a través de diferentes mecanismos creados por el mismo hombre.

Me gusta la constante referencia a elementos científicos, de física cuántica por ejemplo; también la alusiones a rasgos de una suerte de budismo contemporanizado. La narración de los encuentros sexuales me parece satisfactoria, no del todo la caracterización de algunos personajes. Una asociación inevitable es con –aunque quién sabe bien a bien a qué se refiera- el “súper hombre” de Nietzche.

Me pregunto si leeré otro libro suyo. Sospecho que escribiré que no, pero lo haré.

martes, febrero 24, 2009

Gran Torino

No pisé una sala de cine durante un par de meses. En cada una de esas poco más de ocho semanas alcancé a leer comentarios sobre estrenos de al menos una película que, en otra situación, habría ido a ver. No hablo de grandes filmes, pero sí de una agradable dosis del cine que más o menos me interesa. El primer domingo por la noche en el que tuve tiempo para ir no hubo ningún estreno que llamara mi atención. La cartelera de la Cineteca parecía específicamente programada para ahuyentar hasta a los más empáticos con el “circuito cultural”. Las opciones eran películas estrenadas semanas antes y que ya sólo estaban en una o dos salas de los “complejos comerciales”: Slumdog Millionaire y Gran Torino; Danny Boyle contra Clint Eastwood.

En otro momento habría elegido el filme del primero sin dudar. Aunque creo que he visto más películas que me han gustado de Eastwood (Bird, Unforgiven y Mystic River, por ejemplo), tres películas de Boyle habrían pesado sustantivamente para decidirme por él: Shallow Grave, Trainspotting y 28 Days Later. No fue así en esta ocasión: la referencia hindú me dio flojerita, el reconocimiento ampuloso me hizo desconfiar y me decanté por la referencia sobria de Eastwood. No fue mala elección.

Calificaría a Gran Torino como una película mediana entre las buenas. Si tuviera que darle una puntuación en una escala del uno al diez, le otorgaría un 7.5, aunque estaría tentado a darle el ocho. Me gustó la escena de contraste entre la pandilla mexicana (¿latina, mejor dicho?) y la china (¿asiática, mejor dicho?); los primeros tienen autos americanos viejos descuidados y revolvers, los segundo autos japoneses casi último modelo y ametralladoras. También me gustó la constante referencia a la ascendencia y orígenes diversos de los habitantes de Estados Unidos: polacos, italianos, irlandeses, afroamericanos, mexicanos, chinos; a pesar de que hay un desplazamiento espacial entre ellos, las posiciones sociales se conservan (los primeros sobre los segundos, naturalmente). Me pregunto si Eastwood actúa o siempre es así; sin duda, su papel natural es el del personaje malhumorado y quejumbroso, casi siempre violento. El final fue inesperado para mí, algo que aprecio; sin embargo, me pareció inconsistente con otros elementos proporcionados en la película (la fuerte cohesión social del grupo étnico sudasiático y el temor de los testigos a represalias por parte de la pandilla, entre otros). En fin, verifiqué que las películas de Eastwood son garantía de algo más que una buena historia narrada eficazmente.

miércoles, febrero 04, 2009

La verdadera infelicidad real


Un mundo falso que se presenta como verdadero e imita a la vida real de tal manera que suplanta lo real por su opuesto sustituyendo, por ejemplo, la verdadera infelicidad real por ficciones de alegría.

Lefebvre

miércoles, enero 14, 2009

Bartleby sin nueces

La sensación es similar a cuando dejé la oficina. El último día de trabajo salí solo, despidiéndome apenas de un par de personas. No hubo palmaditas en la espalda ni retórica de la buena onda. Tampoco carcajadas o sonrisas. Lo único que me acompañó durante el día, en la salida del edificio y al llegar a casa fue mi estorbosa repisa de cartón, un artilugio que intenté usar para acomodar mejor los documentos en proceso y procurar impedir que estuvieran dispersos por el escritorio o se traspapelaran. No sólo me fui acompañado únicamente de mi repisa de cartón, sino que pasé el día sin nadie más. No hubo llamadas telefónicas o conversaciones amables, mucho menos entusiastas; diría que, de manera involuntaria, lo preferí así.

Rompí mi hábito de alimentación: ni sushi ni griego ni carne asada al mediodía; fui a comer tacos de guisado a un popular lugar del que sabía por referencias de mis compañeros –“Los Güeros”. Caminé y dí vueltas para encontrarlo, apenas contaba con nociones vagas de dónde estaba. Tuve una difusa sensación placentera al zigzaguear por calles intuidas, no aprendidas; me gusta caminar por lugares así: arbolados y con casas “viejonas” tipo, digamos, Barragán. Cambié mi protocolo alimenticio intentando darme un pequeño “gusto”, un premio de consolación por haberme ganado estar así. No es la hoja para escribir que cometí errores, pero sé que en un instante gané las reservas de compañeros otrora deferentes; tampoco es el espacio para señalar por qué quería estar lejos de ese lugar.

Los trabajos técnico-burocráticos que me pidieron que concluyera antes de irme, por cierto, y que hice con poco entusiasmo, son prescindibles y estoy seguro que no sirvieron para nada. Imagino a mi jefe días después, a mis ex compañeros en el mejor de los casos, revisando con gesto displicente y de manera superficial lo que elaboré.

Al salir del edificio tropecé por casualidad con S., quien me dijo un afectuoso –sentí, quiero creer- “ay, muchachito”; nos abrazamos rápidamente, nos dimos un beso en la mejilla y salí caminando despacio (S., aunque años mayor que ella, me recuerda a mi primera pareja afectiva; su gesto continuo de contrición y su adusta manera de vestir me gustaban). Caminé por inercia hacia la estación de transporte público de siempre. Nunca tomé la más cercana, prefería caminar algunas cuadras y abordar el Metrobús en la estación que está dos o tres lugares más al sur. Anduve con sensación de desasosiego, creo. Fue como caminar perdido por las calles que recorría todos los días. Curioso: aunque lloviznaba, y sin proponérmelo, llegué hasta el parque La Bombilla; recorrí una distancia “larga”, un tramo que uno no anda comúnmente a pie. No estaba cansado, pero sentía el cuerpo lánguido. La sensación era, dicho de manera elaborada y un poco imprecisa, de Bartleby sin nueces. De no estar.




No tenía ganas de hablar. Empero, constaté que no había a quien contarle nada: lo que hacía, lo qué temía, lo que me gustaría que sucediera. Me senté en una banca cerca del ex-mausoleo de Obregón, coloqué mi papelera de cartón sobre las rodillas y me quedé sin moverme un momento. Congelado. Pasó una pareja frente a mí: él, sin decir nada, señaló con el índice mi cabeza: un enjambre de mosquitos revoloteaba frenéticamente sobre mí. Me moví más por su indicación que por otra cosa. Caminé.

Al dejar la oficina, aposté fuerte. Mal que bien, dejé un conjunto de certezas sustantivas (no sólo económicas; afectivas y domésticas también) acordes a mi estatura y capacidad por una apuesta del tipo “doble contra sencillo” que nada me garantizaba obtener... ni mi esfuerzo, creo. Existía una identidad entre mis capacidades y la posición laboral que despreciaba, pero al desprenderme de ella sentí que dejaba algo más y apareció una sensación inesperada de vacío.

El punto es que, como entonces, me siento ahora. Con la certeza de que, hoy, aquí y ahora, así son las cosas. Y está bien, creo. Quiero decir: la situación “así es”, en términos –exagerando- ontológicos, sin elemento moral. Y sí, al seleccionar un punto de referencia y medirme con él, salgo perdiendo; resulto indeseable desde ese punto de vista. Lo entiendo y, aunque no me gusta, aunque duele, quedo conforme; sin embargo, hay cierta sensación de incertidumbre. Similar a la sensación de desasosiego que puede experimentarse cuando se espera algo con mucho entusiasmo y expectativa, pero no se obtiene nada; aunque entonces no alcancé a percibir con claridad qué era lo que esperaba y qué era lo que tenía que hacer o decir para obtenerlo.