
Sin embargo, encontré en El Violín una película interesante y, sobre todo, bien narrada. Una historia –ehem- que podría estar sucediendo ahora en Soledad Atzompa o que pudo haber ocurrido lo mismo hace quince años en las cañadas de Chiapas o hace treinta en la sierra de Guerrero, una historia que logra momentos de tensión basados en la ambigüedad de lo narrado y que concluye con un giro parcialmente inesperado.
Hay escenas que definitivamente no me gustaron. Por ejemplo, cuando don Plutarco –el personaje principal- adoctrina a su nieto sobre los “hombres verdaderos” (un abaratamiento de las historias tojolobales, de la reelaboración neozapatista y una injusta alusión –para ambos- del viejo Antonio) y cuando alecciona a su hijo sobre la importancia de su guitarra. También me pareció innecesario que el hijo se llame Genaro y el nieto Lucio, ambas alusiones salen sobrando a la luz de la historia; “Plutarco” a secas me gusta, pero con el apellido Hidalgo ya no tanto.
En cambio --y contra con lo que esperaba-, me gustó la fotografía en blanco y negro en combinación con el paisaje, las caras y expresiones (en particular las de don Plutarco y Genaro resultan buenísimas, son la antípoda de la buena onda tipo sexopudorylágrimas); la relación de seducción, confianza contenida e interés entre don Plutarco y el capitán; la ambigua secuencia en la que dos soldados de rango menor detienen a don Plutarco para entregarle “un taco” (¿lo hacen porque, finalmente, son gente como don Plutarco y apoyan su causa o bien por instrucciones del capitán que busca tenderle una trampa?); y el juego de doble narración e intenciones ocultas con el que termina la película.
La narración de los protocolos también me gustó mucho y creo que, visto en abstracto, podría tener que ver con cierta posible moraleja de la película. Primero, las secuencia
