miércoles, enero 14, 2009

Bartleby sin nueces

La sensación es similar a cuando dejé la oficina. El último día de trabajo salí solo, despidiéndome apenas de un par de personas. No hubo palmaditas en la espalda ni retórica de la buena onda. Tampoco carcajadas o sonrisas. Lo único que me acompañó durante el día, en la salida del edificio y al llegar a casa fue mi estorbosa repisa de cartón, un artilugio que intenté usar para acomodar mejor los documentos en proceso y procurar impedir que estuvieran dispersos por el escritorio o se traspapelaran. No sólo me fui acompañado únicamente de mi repisa de cartón, sino que pasé el día sin nadie más. No hubo llamadas telefónicas o conversaciones amables, mucho menos entusiastas; diría que, de manera involuntaria, lo preferí así.

Rompí mi hábito de alimentación: ni sushi ni griego ni carne asada al mediodía; fui a comer tacos de guisado a un popular lugar del que sabía por referencias de mis compañeros –“Los Güeros”. Caminé y dí vueltas para encontrarlo, apenas contaba con nociones vagas de dónde estaba. Tuve una difusa sensación placentera al zigzaguear por calles intuidas, no aprendidas; me gusta caminar por lugares así: arbolados y con casas “viejonas” tipo, digamos, Barragán. Cambié mi protocolo alimenticio intentando darme un pequeño “gusto”, un premio de consolación por haberme ganado estar así. No es la hoja para escribir que cometí errores, pero sé que en un instante gané las reservas de compañeros otrora deferentes; tampoco es el espacio para señalar por qué quería estar lejos de ese lugar.

Los trabajos técnico-burocráticos que me pidieron que concluyera antes de irme, por cierto, y que hice con poco entusiasmo, son prescindibles y estoy seguro que no sirvieron para nada. Imagino a mi jefe días después, a mis ex compañeros en el mejor de los casos, revisando con gesto displicente y de manera superficial lo que elaboré.

Al salir del edificio tropecé por casualidad con S., quien me dijo un afectuoso –sentí, quiero creer- “ay, muchachito”; nos abrazamos rápidamente, nos dimos un beso en la mejilla y salí caminando despacio (S., aunque años mayor que ella, me recuerda a mi primera pareja afectiva; su gesto continuo de contrición y su adusta manera de vestir me gustaban). Caminé por inercia hacia la estación de transporte público de siempre. Nunca tomé la más cercana, prefería caminar algunas cuadras y abordar el Metrobús en la estación que está dos o tres lugares más al sur. Anduve con sensación de desasosiego, creo. Fue como caminar perdido por las calles que recorría todos los días. Curioso: aunque lloviznaba, y sin proponérmelo, llegué hasta el parque La Bombilla; recorrí una distancia “larga”, un tramo que uno no anda comúnmente a pie. No estaba cansado, pero sentía el cuerpo lánguido. La sensación era, dicho de manera elaborada y un poco imprecisa, de Bartleby sin nueces. De no estar.




No tenía ganas de hablar. Empero, constaté que no había a quien contarle nada: lo que hacía, lo qué temía, lo que me gustaría que sucediera. Me senté en una banca cerca del ex-mausoleo de Obregón, coloqué mi papelera de cartón sobre las rodillas y me quedé sin moverme un momento. Congelado. Pasó una pareja frente a mí: él, sin decir nada, señaló con el índice mi cabeza: un enjambre de mosquitos revoloteaba frenéticamente sobre mí. Me moví más por su indicación que por otra cosa. Caminé.

Al dejar la oficina, aposté fuerte. Mal que bien, dejé un conjunto de certezas sustantivas (no sólo económicas; afectivas y domésticas también) acordes a mi estatura y capacidad por una apuesta del tipo “doble contra sencillo” que nada me garantizaba obtener... ni mi esfuerzo, creo. Existía una identidad entre mis capacidades y la posición laboral que despreciaba, pero al desprenderme de ella sentí que dejaba algo más y apareció una sensación inesperada de vacío.

El punto es que, como entonces, me siento ahora. Con la certeza de que, hoy, aquí y ahora, así son las cosas. Y está bien, creo. Quiero decir: la situación “así es”, en términos –exagerando- ontológicos, sin elemento moral. Y sí, al seleccionar un punto de referencia y medirme con él, salgo perdiendo; resulto indeseable desde ese punto de vista. Lo entiendo y, aunque no me gusta, aunque duele, quedo conforme; sin embargo, hay cierta sensación de incertidumbre. Similar a la sensación de desasosiego que puede experimentarse cuando se espera algo con mucho entusiasmo y expectativa, pero no se obtiene nada; aunque entonces no alcancé a percibir con claridad qué era lo que esperaba y qué era lo que tenía que hacer o decir para obtenerlo.