Visité Bucerías –un pueblo de Bahía de Banderas en Nayarit, cercano a Puerto Vallarta- en enero de 2013. Una de las sorpresas que me llevé es que, contrario a mi prejuicio, una buena parte de los turistas y extranjeros que pasan varios meses ahí no son gringos (tampoco chavitos con vocación de fiesta como los de Puerto Vallarta o surfeadores como los de San Pancho o hippies como los de Sayulita: los más portan canas, tintes y arrugas).
Parece,
además, que una proporción no menor de quienes eligen vacacionar en este pueblo
son francoparlantes. En mis paseos fue más o menos común escuchar a personas
hablando exaltada pero quedamente en francés, encontrar banderitas québécois en
restaurantes, algunos negocios atendidos aparentemente por canadienses (Le
Provence) y otros que ofrecen crepas y quiche “como en Francia” pero que son
atendidos por mexicanos (Casa Triskel).
Entre
los que visité, hay dos que me entusiasman. Uno de ellos es Le Bistrot, un
restaurancito de comida francesa tradicional. El lugar está en la calle
Galeana, a unos metros de su cruce con Lázaro Cárdenas –una de las vías
paralelas al mar y que, más o menos, atraviesa de lado a lado Bucerías-,
adelante de El Brujo –un popular restaurante de mariscos. En la entrada no hay
un letrero vistoso que permita identificarlo rápidamente, lo más cercano es un
pizarrón negro y grande en el que está escrito con tiza el menú del día.
Al
entrar, uno se encuentra de frente con una barra para tres personas tras la
cual está la pequeña cocina en la que, siempre circunspecto, el chef –quien
también es uno de los dueños- prepara los alimentos. A la derecha, otra barra
igual de pequeña en la que se sirve café y otras bebidas; a la izquierda, una
terraza semicubierta con seis mesas de madera y sillas de bejuco en medio de
las cuales hay un frondoso árbol. Esta parte es atendida por la sonriente anfitriona
y también dueña. En las paredes hay cuadros alusivos a Francia y al café; una
de ellas tiene un elegante pizarrón negro y vertical en el que día a día
escriben el menú. Es decir, la decoración es más bien convencional, no
obstante, conforme el espacio oscurece y es iluminado por pequeñas velas, logra
transmitir una sensación de intimidad compartida.
En
el par de visitas que hice, sin preguntar gran cosa, me enteré que los dueños son
una pareja de franceses proveniente de un pueblo cercano a los Alpes, casi en
el límite de la frontera con España. Llegaron a residir a Bucerías hace
aproximadamente siete años, aunque a México lo conocían desde antes, pues el
padre de ella solía vacacionar en Los Cabos, Baja California Sur desde hace
décadas y en muchos de estos viajes se hacía acompañar de su familia. Por ello,
la primera vez que ella visitó nuestro país fue cuando era niña, acompañando a su
papá. Además, por esta misma razón, estuvo México en numerosas ocasiones y aprendió
un "español ranchero" que ahora habla de forma clara, tierna y acentuada. Sólo
en ocasiones se desliza algún énfasis de más o de menos que delata que esta no
es su lengua materna.
Cuando
los dueños del bistrot decidieron que querían salir de Francia se plantearon
dos opciones: emigrar a un país de África o a México. Optaron por el segundo
luego de visitar Puerto Vallarta en un viaje que originalmente estaba
circunscrito a Los Cabos.
Esta
es la segunda ocasión en que intentan establecer su negocio. Tienen dos años
con Le Bistrot y, para mi gusto, parece un restaurante ya plenamente conformado,
autentico y con personalidad propia: para empezar, es el único bistrot en el
pueblo, al menos de acuerdo con lo que conozco Bucerías; aunque de manera
acompasada, cambian el menú diariamente, lo que invita a encontrar una sorpresa
gastronómica en cada visita; exhortan a los clientes a llevar su propio vino
para descorcharlo ahí, lo que puede ser un albur porque uno no sabe si va
apetecer un platillo que haga maridaje con un carmenere o con un sauvignon
blanc; la atención no es la amabilidad indiferente de un negocio en el que se
trabaja, sino la amabilidad sencilla y, a ratos, atareada pero entusiasta del
negocio que se tiene y atiende por gusto.
Otro
elemento pintoresco es que la dueña no habla muy bien inglés. Sufre cuando
recibe comensales gringos que no saben español, pues no logra explicarles con
claridad cuál es el nombre de los platillos y los ingredientes que contienen. En mi primera
visita me tocó ver la desesperación de un norteamericano de unos setenta y
cinco años de edad que no escuchaba muy bien y al que además irritaba el
esfuerzo de la anfitriona por hacerse entender con mímica (eso sí, sin dejar de
sonreír); también el alivio divertido de la anfitriona al darse cuenta que
otros clientes, aunque provenientes de Estados Unidos, sí hablaban francés y no
tendría que repetir las señas y gestos de la otra mesa.
Todo
lo que comí me gustó. En mi primera visita pedí una sopa de cebolla gratinada
que fue, tal vez, lo más sabroso que probé durante toda mi estancia en
Bucerías. Cometí el error de pedirla de nuevo en la segunda ocasión: aunque más
que decorosa, la calidad del pan y del gratinado no fueron tan buenos como la
primera ocasión. Los platos fuertes que probé fueron un pescado con “aromates” (blanco,
relleno de alcaparras,
jitomate seco y no recuerdo qué más cositas), acompañado de ratatouille,
ensalada verde y una copa de chardonnay; así como un coq au vin que, según me
explicó la anfitriona, es una suerte de caldo de pollo preparado con vino tinto
de burgundy, zanahoria, champiñones, pimienta y ajo que acompañé con un par de
copas de beaujolais que adquirí en una tienda departamental. De postre, probé
una legítima crème brûlée.
En
cada visita gasté alrededor de cuatrocientos pesos por persona, lo que me
parece un precio justo considerando lo inesperado del bistrot, la amabilidad
del espacio, el entusiasmo en el trato, lo sabroso de los platillos y que, a
fin de cuentas, estamos en una zona turística dirigida a extranjeros.
Así que,
si alguno de mis hipotéticos cuatro lectores pasa con hambre por Bucerías en su
camino a Puerto Vallarta, no dude en detenerse para cenar en este buen lugar.