Me
gusta comprar libros usados. No sólo porque algunas ocasiones son más baratos
que los nuevos, sino porque me ofrecen la posibilidad de agregarle un poquito
más de personalidad, especificidad, distinción y densidad cultural a mi
librero.
Prefiero
comprar libros usados en tres situaciones. La primera es la más obvia: cuando
la edición del libro que quiero está agotada y no tengo más remedio –si quiero
leerlo- que adquirir una vieja versión, fuera de circulación.
La
segunda situación es cuando sí tengo la oportunidad de comprar una edición
nueva, pero la versión usada me parece más elegante: sea porque es una primera impresión
o porque está hecha por una editorial que ya no existe (Novaro o Grolier), o
porque la editorial cambió mucho (Plaza & Janes o Joaquín Mortiz) o porque
quien ahora los edita me parece vulgar (Diana, Océano o Edhesa) y la editorial
original es más sobria o con carácter (la vieja colección de Joaquín Mortiz de
libros de autores mexicanos tamaño media carta que eran bicolores o la serie de
lecturas mexicanas de la SEP) o porque es una vieja edición de otro país bien
hecha y me resulta agradable (la colombiana Munchik o la argentina Losada).
La
tercera situación es la más prosaica: cuando el libro es más barato. Es decir,
la edición es comercial o vulgar o mal traducida o mal editada, pero el precio
es menos de la mitad del de un ejemplar nuevo. Esto no sucede con frecuencia,
pues muchos libreros cotizan sus ejemplares casi como recién salidos de la imprenta.
Algo
que me gusta por sí mismo, es pasear entre los estantes. Me provoca cierto entusiasmo frívolo dar con ejemplares inesperados. Además, divagar en libreros en los
que predominan textos menos vinculados con las modas de centro comercial y que
contienen ejemplares del tipo de literatura que más me agrada, me invita a hacer
asociaciones inesperadas: logra que recuerde menciones hechas por autores-lectores
como Borges, Bloom o Vila-Matas, por ejemplo, que termino comprando sin haberlo planedo.
También disfruto mucho los indicios de otros tiempos y las huellas dejadas por otros propietarios o, en algunos casos, lectores. Por ejemplo, para no hablar de separadores u otros papelitos olvidados, me gustan los que tienen esforzadas dedicatorias de sus autores dirigidas a quienes parecen ser sus amigos, pero que éstos, displicentes, prefieren vender al librero de usado. Un ejemplar en esta situación es Diatriba de la vida cotidiana y otras derrotas civiles (Cal y Arena, 2001) de Rafael Pérez Gay quien se lo dedicó a una pareja con estas palabras: “Para Anamari y Salvador, estas instrucciones preliminares para volar en pedazos a la vida cotidiana. Las acompaña el cariño y la amistad de Rafael Pérez Gay, febrero, 2002” y que ella consideró prescindible, por lo que mejor transó con un comerciante. Este ejemplar lo adquirí por ochenta pesos en el “Pasillo cultural La Bombilla” que solía instalarse en el parque con dicho nombre en la Delegación Álvaro Obregón. Otro libro así es La repugnante historia de Clotario Demonax (Tusquets, 2005) de Hugo Hiriart. En este caso, se lo dedicó a una mujer con estas palabras: “A Ana María con reverencia, agradecimiento y amistad que viene de muy lejos y cala muy hondo. Hugo Hiriart, 28 de agosto de 2006” y su típica arañita incluida. Por cincuenta pesos lo adquirí en el tianguis de libros ubicado a un costado del Palacio de Minería en el centro histórico de la ciudad de México.
De la misma manera, atesoro con algún fetichismo ejemplares de textos valiosos que, de creer que la firma, nombre y fecha son verdaderos, pertenecieron a otros lectores que me caen bien. En esta situación tengo un ejemplar de Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante (Joaquín Mortiz, 1975) que perteneció a Ricardo Yañez. En él, el poeta jalisciense escribió su nombre y una fecha de 1976. Este libro lo compré por ciento cincuenta pesos en la librería La Torre de Lulio de la Condesa cuando aún estaba sobre la calle Nuevo León.
También disfruto mucho los indicios de otros tiempos y las huellas dejadas por otros propietarios o, en algunos casos, lectores. Por ejemplo, para no hablar de separadores u otros papelitos olvidados, me gustan los que tienen esforzadas dedicatorias de sus autores dirigidas a quienes parecen ser sus amigos, pero que éstos, displicentes, prefieren vender al librero de usado. Un ejemplar en esta situación es Diatriba de la vida cotidiana y otras derrotas civiles (Cal y Arena, 2001) de Rafael Pérez Gay quien se lo dedicó a una pareja con estas palabras: “Para Anamari y Salvador, estas instrucciones preliminares para volar en pedazos a la vida cotidiana. Las acompaña el cariño y la amistad de Rafael Pérez Gay, febrero, 2002” y que ella consideró prescindible, por lo que mejor transó con un comerciante. Este ejemplar lo adquirí por ochenta pesos en el “Pasillo cultural La Bombilla” que solía instalarse en el parque con dicho nombre en la Delegación Álvaro Obregón. Otro libro así es La repugnante historia de Clotario Demonax (Tusquets, 2005) de Hugo Hiriart. En este caso, se lo dedicó a una mujer con estas palabras: “A Ana María con reverencia, agradecimiento y amistad que viene de muy lejos y cala muy hondo. Hugo Hiriart, 28 de agosto de 2006” y su típica arañita incluida. Por cincuenta pesos lo adquirí en el tianguis de libros ubicado a un costado del Palacio de Minería en el centro histórico de la ciudad de México.
De la misma manera, atesoro con algún fetichismo ejemplares de textos valiosos que, de creer que la firma, nombre y fecha son verdaderos, pertenecieron a otros lectores que me caen bien. En esta situación tengo un ejemplar de Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante (Joaquín Mortiz, 1975) que perteneció a Ricardo Yañez. En él, el poeta jalisciense escribió su nombre y una fecha de 1976. Este libro lo compré por ciento cincuenta pesos en la librería La Torre de Lulio de la Condesa cuando aún estaba sobre la calle Nuevo León.
Hay varias librerías y tianguis de libros de usado que
visito de tanto en tanto. En Coyoacán, por ejemplo, están tres que me
quedan de paso casi todos los días y en las que he encontrado ejemplares que me
resultan valiosos. En la Salvador Novo
(Universidad, entre Miguel Ángel de Quevedo y Eje 10), compré, en
visitas distintas, los tres tomos de las memorias de Elías Canetti editados por
Muchnik. También están La Torre de Viejo
y Ahuizotl -ambas sobre Quevedo, a un
costado de la librería Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica-, en las que adquirí
a buen precio varios tomos de la Biblioteca Borges.
En
el centro de Coyoacán están El
Tomo Suelto –Quevedo casi en su cruce con Felipe Carrillo Puerto-, que es
cara y con dependientes mal informados, pero con buena oferta. La Tres Cruces –en la calle con el mismo
nombre-, que es enorme, pero que tiene los ejemplares menos interesantes, Malintzin (también sobre Quevedo, pero
más hacia Cerro del Agua, en la que hay buenos libros fuera de circulación) y Antigua Librería (Centenario entre Viena
y Berlín, cerca de Churubusco).
Una
librería imprescindible y bien conocida es La
Torre de Lulio (en la calle Ozuluama de la Condesa, donde compré el ejemplar
de Tres Tristes Tigres que mencioné antes
y en la que hace años uno podía encontrar a Juan Gelman fumando) y otra curiosa
está en San Jacinto, en el “centro” de San Ángel (local pequeño en la calle Frontera,
sin ningún letrero; ahí encontré primeras ediciones de libros de Salvador
Elizondo y Jorge Ibargüengoitia a precios no prohibitivos).
En
el centro de la ciudad están las muy populares de la calle Donceles (de las que
Fernando Fernández escribió tres entradas sabrosísimas en su blog Siglo en la Brisa), la Librería Madero (que en
2012 se mudó de Donceles a un local cerca del Claustro de Sor Juana y del metro
Isabel la Católica) y un par de pequeñas, pero muy bien surtidas en el paseo
comercial ubicado entre Bolívar y Gante, casi frente al Salón Corona. No
obstante, uno de mis lugares preferidos en el centro es el tianguis de libros
que se instala a un costado del Palacio de Minería.
En
fin, que si a uno le anda por leer algo sancionado por el tiempo o conseguir un
libro ejemplar, debe saber que hay más opciones que esas librerías que se
convirtieron en algo que quiere parecerse a un supermercado o a una tienda de
ropa pretenciosa.