Leí “Zonas
húmedas” porque tengo hemorroides. Nunca había compartido esto con nadie. Es
más, nunca lo había escrito: h.e.m.o.r.r.o.i.d.e.s. No es algo que me
avergüence, creo. Más bien me desconcierta. No sé qué hacer, a quién
compartírselo ni cómo decirlo. Ni siquiera me animo a googlearlo para saber bien a bien de qué se tratan. Mucho menos contorsionarme
frente al espejo para verlas. Ahora que escribo esto me doy cuenta de que en
realidad no sé por qué sé que tengo hemorroides. ¿Son hemorroides? Sí, ya sé,
tampoco entiendo del todo esta confusión que me provocan.
Cuando
Guadalupe me pidió leer en voz alta las primeras páginas de “Zonas húmedas” no
tenía idea de qué se trataba, así que inicié con el tipo de voz deliberadamente
grave e impostada con la que a veces me gusta alardear. Apenas me fui dando
cuenta cuál era el tema, perdí la concentración. Me sentí sorprendido:
exhibido. ¿Por qué me pidió a mí que leyera esto? Lo que se me ocurrió fue
carraspear para ganar unos segundos, dar un vistazo lo más breve y discreto
posible a los demás e intentar adivinar si me estaban viendo con, no sé, morbo.
O algo. Preguntándose si yo también tenía hemorroides, inspeccionando si se me
notaba en la manera de titubear o en mi expresión. Encontré la mirada atenta de
Siri, Natalia y Hanif, pero no sé qué vi. No pensé nada. No decidí nada, bajé
rápido la vista y seguí leyendo. Creo que hice el esfuerzo menos descontrolado
que pude para terminar de leer con algún decoro.
El caso es que, conforme avanzaba en la lectura en voz alta, me iba exaltando. Comencé a pensar que tenía que conseguir ese libro cuanto antes para resolver todas mis dudas. Para saber exactamente de qué se trataban las hemorroides y que Charlotte Roche me explicara qué tenía que hacer para curarlas: cómo se llama el tipo de médico con el que debía hacer cita, qué cosas no tendría que comer, cuál es la forma adecuada de sentarme y, sobre todo, por qué me habían dado a mí que soy un tipo que intenta comer sano, se ejercita cada tanto y hace algún esfuerzo por ser buena persona.
Pero no. Las hemorroides no son el tema del libro. Ni siquiera son la anécdota con la que inicia el relato. No hay una minuciosa descripción de los contornos fisiológicos que pueden tomar o un recuento erudito de las formas en que se han curado a través de los siglos o un repaso de personajes interesantes que las han padecido ni mucho menos un alegato improbable sobre su gracia y distinción. Nada.
A punto de perder mi exaltación, un nuevo morbo me enganchó. Lo que seguía era igual de vertiginoso: “Helen” –la suerte de alter ego de la autora- se prepara para salir de fiesta, tiene toda la intención de emparejarse y su previsión básica es depilarse. Genitales incluidos. Y aquí viene lo sugerente: en un movimiento apenas torpe se provoca una pequeña fisura en el ano. Cualquiera que haya tenido sexo anal (o hemorroides) sabe que esta es una zona que puede ser brutalmente sensible, así que no le sorprenderá lo que sigue: de la heridita salen chorros de sangre que “Helen” no sabe detener. Asustada, llama a una ambulancia y es trasladada a un hospital. La atención que recibe implica una intervención quirúrgica de emergencia para detener la pérdida de sangre.
Durante su convalecencia, “Helen” debe permanecer en observación hasta que ocurra el próximo suceso crítico que pueda generarle una nueva hemorragia: la primera evacuación post operatoria. Mientras tanto no hay nada que hacer más que esperar, así que lo aprovecha para tres cosas: coquetear con el enfermero, fantasear sobre cómo usar como pretexto su convalecencia para intentar que sus padres separados se reconcilien y recapitular con minuciosidad de entomóloga tanto sobre su cuerpo como sobre su vida sexual. Creo que en buena medida de esto último trata el libro (y, en realidad, de eso prefiero que se trate esta nota).
Diría que “Zonas húmedas” es, antes que un relato sobre las hemorroides, un recuento enfáticamente personal y poco común de la experiencia de la autora –en tanto mujer joven- con su cuerpo, sexualidad y diferentes prácticas cotidianas en torno a estas. Poco común para mí, claro está, que leo poca literatura y que sin proponérmelo estoy mal acostumbrado a elegir sobre todo textos de hombres que escriben de temas adustos o en los que se enfatiza algo que tiene que ver con la organización del lenguaje.
Así que, desde este punto de vista, los asuntos sobre los que “Helen” reflexiona durante su convalecencia dan la impresión de ser el tipo de cuestiones que pueden ser incómodas para algunas personas. Podrían, por decir algo, ser tomadas como indicios de –como ella misma escribe- “debilidad psíquica, inseguridad o nerviosismo”. Son la clase de temas que, si acaso, se leen en casa y a escondidas, o bien, de las que se habla más bien rápido, en voz baja y cuidando que nadie se acerque.
Por ejemplo (un mal ejemplo, tal vez), a lo largo del libro hay varios alegatos contra la mojigatería y la doble moral. La autora señala prácticas cotidianas de personas de su entorno que le disgustan por maniqueas y luego describe varias formas en las que ella las cuestiona en el día a día, a través de la realización de un montón hábitos que enfatiza como deliberadamente anti-higiénicos.
Una de estas críticas es al miedo que solemos tenerle a la sangre menstrual y a la adyacente producción industrial de toallas sanitarias para su limpieza. La manera de mostrar su desacuerdo con esto es no comprándolas y, en su lugar, elaborando tampones caseros con papel de baño. Claro, estos “tampones do-it-your-self” –como les dice- tienen algunas desventajas, entre ellas la de durar poco, así que debe cambiarlos cada tanto en numerosas visitas al sanitario. Pero, para “Helen”, esto antes que representar un contratiempo es una oportunidad para enfatizar su punto de vista sobre el tema: cuando va al baño extrae ágilmente su tampón y lo avienta al piso porque “si puedo aportar una pequeña mancha de sangre al mosaico de salpicaduras que luce el suelo, ¡pues de puta madre!”.
Otra desventaja es que a veces se le pierden. Adentro. De ella. Alguna ocasión esto le sucedió en casa de su papá: fue al baño para retirarlo, pero no lo encontró, así que introdujo lo más que pudo sus dedos, los movió, recorrió todas las zonas que alcanzó, pero no salió nada. Contrariada, aunque segura de que ahí estaba su tampón, salió del baño y tomó las pinzas de barbacoa recién usadas para la comida del medio día. Regresó al baño, se tumbó en el piso en posición ginecológica y se las metió, aún con grasa y restos de carne calcinada, hasta que lo encontró. Y bueno, claro que si no limpió las pinzas antes de usarlas, tampoco lo hizo después de regresarlas a su lugar. La verdad es que no puedo evitar imaginar unas pinzas para barbacoa demasiado grandes para ser introducidas en una vulva. Pero eso es lo que ella relata, así que me obligo a pensar en algo más bien pequeño.
Me pregunto si Roche no sabría de las copas menstruales cuando escribió el libro, estoy seguro de que habría sido interesante leer su experiencia con ellas y cómo relaciona su crítica a la industria tamponera con la promoción que grupos feministas les hacen.
Sobre la sangre, por cierto, hay otra anécdota ilustrativa. En algún momento de su convalecencia se le antoja un café. Cree que beberlo es buena idea porque, además de que le apetece, supone que así podrá adelantar la evacuación que le permitirá confirmar si su operación fue exitosa. Así que se levanta con delicadeza de la cama, se cubre con una sábana, consigue dinero de quién sabe dónde y con el mayor disimulo del que es capaz se dirige a la cafetería. En el camino decide que es buen momento para retirar uno de sus tampones caseros (comenzó a menstruar durante su estancia en el hospital), por lo que aprovecha que se traslada sola en el ascensor y levanta su sabana para extraer el papel apelmazado. ¿Su destino? El punto más cercano a los botones de la barra para colocar las manos que rodea el elevador. Llega al piso de la cafetería y sale del ascensor sonriendo. Caminando con gracia. Sus dedos quedan ligeramente manchados de sangre, así que todo lo que toca en lo que sigue también, el billete con el que paga su café, para empezar. Al regresar, el ascensor ya está inadmisiblemente limpio por lo que de nuevo introduce un par de dedos en su vagina, los embarra un poco más con sangre y mancha con simpatía los botones del elevador. La conclusión de su paseo es positiva, recapitula, pues recorrió un largo camino, desconcertó en él por lo menos a tres personas con actos anti-higiénicos y practicó con entusiasmo su afición de propagar bacterias: “un día bueno”, piensa.
Otras de las cosas sobre las que escribe en el mismo tenor (y que me encantaría narrar con detalle en esta nota, pero me contengo porque si no se hace larguísima) son su interés de ir a prostíbulos para tener sexo con mujeres (lo hizo por primera vez cuando alcanzó la mayoría de edad), su preferencia por tener un amante “lo bastante viejo”, su táctica de introducirle de manera intempestiva un dedo en el ano a su pareja hombre cuando éste está a punto de eyacular para que tenga orgasmos más intensos, las posibilidades del porno como material didáctico, la impresión que le causa la intensidad del color del “coño” de las mujeres negras, fantasías de tener sexo con su papá, elucubraciones de cómo tienen sexo sus padres, las varices de su abuela, los requisitos que exige a sus parejas para tener sexo anal y las modalidades en que puede hacerlo, entre muchas. ¡Ah! También hay indicaciones precisas para elaborar juguetes u objetos estimulantes de los genitales que se construyen con huesos de aguacates.
Al final, me quedé sin un texto que me ayudara a paliar mi ansiedad relacionada con las hermorroides. En su lugar encontré un testimonio ameno sobre el cuerpo, sexualidad y prácticas en torno a ellos por parte de una heterodoxa mujer joven.