jueves, marzo 30, 2006

Elizondo, en memoria.



Pon atención. Trataré de contártelo todo; sin omitir un sólo detalle. Las gentes no aguardaban con anticipación. Iban llegando poco a poco cuando la ceremonia ya había empezado. Pero él estaba allí. No sé desde cuándo; el hecho es que él ya estaba allí; como si siempre hubiera estado allí. No se percata uno a ciencia cierta de lo que pasa. De pronto surge de entre los curiosos con las manos atadas a la espalda. Todo en él, todo lo que lo rodea, está tenso, como si fuera a romperse la realidad de un momento a otro, pero él no tropieza, camina con dificultad, pero no tropieza. La estaca ya está fija en el suelo desde antes. Quizá la han puesto allí desde el día anterior. Los mecanismos materiales de la justicia, son pudiéramos decir, imperceptibles. ¿Quién construye los cadalsos? ¿Quién templa la hoja de esas cuchillas? ¿Quién cuida de que el mecanismo de la guillotina funciones con toda perfección? ¿Quién aceita los goznes del garrote? La identidad de los verdugos es inasible como el mérito de sus funciones. Es difícil relatar estas cosas porque son cosas que pasan sin que nos demos cuenta cabal de cómo pasan. De pronto ese cuerpo se cubre de sangre sin que hayamos podido darnos cuenta del instante preciso en que los verdugos le hacen el primer tajo. La fascinación de esa experiencia es total; esto sí es innegable. Cuando terminó el suplicio estábamos empapados. No nos dábamos cuenta de que estaba lloviendo. De pronto, ya estaba él allí, pero nosotros no lo mirábamos a él, mirábamos las cuchillas que los verdugos blandían orgullosos, que los verdugos blandían con esa sabiduría y con esa destreza que da el hábito manual. Las cuchillas en manos de otros hombres serían manipuladas torpemente, con precaución, tratando de evitar el contacto de las hojas, huyendo de su filo hiriente al menor contacto. Es posible que el supliciado no se dé cuenta cabal de lo que está sucediendo. Así pasan las cosas. Uno mira de frente y sin embargo, cuándo súbitamente brotan los goterones de sangre de la herida, no sabríamos decir en qué momento se produjo el tajo. Las cosas pasaban así. Desde el primer momento en que se ve la sangre escurriendo lentamente a lo largo de las comisuras de su cuerpo, cebreando lentamente la piel lampiña, distendida, arrollándose en tenues hilos de púrpura que gravitan formando estrías hacia el sexo del santo que en esas condiciones se vuelve la única parte invulnerable de su cuerpo, y luego esa sangre se acumula en el pubis hasta que rezumando cae sobre el pavimento y queda tal como era unos instantes, luego se vuelve negra como carbón. Pero eso no es lo más inquietante. El Dignatario, el que aparece en la fotografía contemplando apaciblemente la escena desde atrás, al lado derecho, se adelanta hacia el hombre e introduciendo las puntas de los dedos entre las comisuras de los primeros tajos que han hecho los verdugos, apresa el borde inferior de la herida y tira hacia abajo, primero del lado izquierdo y luego del lado derecho. Es curioso ver cuán resistente es la carne de nuestro cuerpo; es preciso ver la magnitud del esfuerzo que desarrolla el Dignatario antes de poner al descubierto las costillas del hombre, para comprender cuál es exactamente la capacidad y la resistencia de la carne. El supliciado nunca grita. Los sentidos quizá se vuelven sordos a tanto dolor. El Dignatario se aleja y se coloca en el lugar en el que aparece en la fotografía. Desde allí ordena a los demás verdugos, mientras se enjuga las manos manchadas de sangre, que procedan al descuartizamiento. Cuatro de ellos ejercen una función pasiva aplicando la tensión de las ligaduras, mediante palancas y tórculos improvisados, en los puntos en los que la distensión de los tejidos, de los tegumentos, de las masas musculares, faciliten los tajos de las cuchillas. La tarea de estos hombres, que en la jerga de los verdugos se llama el Hsiao Kuung o pequeño trabajo, no carece ni remotamente, de una gran importancia. La perfección del Leng-Tche depende casi siempre de la correcta aplicación de las tensiones. No es de extrañar por ello que existieran en China, en la época de la dinastía Ch´ing, funcionarios imperiales dedicados exclusivamente a recorrer todos los confines del Reino para reclutar a los mejores Hsiao Kuung de ren, hombres del pequeño trabajo, como se les llamaba. La práctica inmemorial de la acupuntura que ha sabido diferenciar especialmente cada una de las partes de nuestro cuerpo seguramente contribuía, mediante la perfecta localización de los “meridianos”, a dar a estos hombres un conocimiento cabal de los puntos y los grados de resistencia de sus miembros. Mira la fotografía. Analiza sus actitudes. El del extremo izquierdo de la foto mantiene el brazo en alto ejerciendo, con un esfuerzo mínimo, una simple presión o torsión digital en alguna de las ligaduras o torniquetes situados a espaldas del paciente. Esta ligadura, aquí invisible, seguramente se sustenta en la estaca misma como punto de apoyo para producir una presión que aproxima y mantiene rígidos los brazos en torno a la estaca. Se ve de inmediato que ese hombre tiene la sabiduría de su oficio. La eficiencia absoluta de sus actos se retrata en la mirada serena dirigida hacia las manipulaciones del verdugo que aparece del lado izquierdo de la fotografía, en primer término de espaldas a nosotros. Una ligerísima torsión aplicada por sus dedos a una ligadura situada a la altura de la espalda del sujeto propicia o facilita en alto grado el desmembramiento de sus piernas a la altura de la rodilla. Hay otro verdugo situado a la izquierda del anterior –hacia la derecha en la fotografía- cuyo rostro no nos es posible ver. Es visible, sin embargo, un rasgo distintivo de su personalidad. Este hombre sostiene una estaca que por su posición, por su inclinación característica, es seguro que cumple la función de ejercer la fuerza mayor de todas cuantas se utilizan en esta operación. Se trata pues de un torniquete de grandes dimensiones. Esto no sería de mayor importancia si no fuera por el hecho de que la mano derecha el verdugo que maneja este torniquete no se crispa en torno a esta palanca como las proporciones y el peso probable de ella lo harían suponer, dada, sobre todo, la gran fuerza que ha de ejercer, sino que por el contrario se posa, tal parece, delicadamente sobre el madero, en una posición semejante a como se toma el arco de un violín, plegando delicadamente, además, el dedo meñique hacia adentro y manteniéndolo sin tocar la palanca. Ese gesto indica, qué duda cabe de ello, que si bien la mano izquierda de este verdugo sirve para mantener el torniquete a la altura requerída, pues así lo demuestra el gesto firme con que la mano retiene la estaca desde abajo, la mano derecha sirve para producir levísimas modificaciones, aumentos apenas perceptibles, disminuciones infinitesimales, relajamiento instantáneos y localizados de la presión general aplicada al cuerpo del enfermo, modulaciones que sirven para frenar hasta su posibilidad más exasperante ese desmembramiento implacable, modulaciones como las que el arco produce sobre las cuerdas en la cadenza que precede y hace retroceder la coda de un trozo musical. Hay otro verdugo detrás del supliciado. Apenas son visibles su mano derecha y su frente. Seguramente cumple una función similar a la del verdugo del extremo izquierdo de la fotografía. Como el otro, no tiene sino que hacer aumentar y disminuir la presión de un torniquete hecho de cáñamo. Atrás, a espaldas del supliciado, es posible ver parte del rostro y el borde de la gorra de un verdugo que ocupa una posición absolutamente simétrica a la del verdugo que manipula el torniquete de cáñamo e inmediatamente en seguida vemos a otro verdugo, con el pelo cortado a la usanza de los manchús, que al igual que el del extremo izquierdo de la fotografía ejerce presión a la espalda del condenado al mismo tiempo que sigue con gran atención las manipulaciones de los otros dos que en primer término, en la fotografía, ejecutan lo que es el desmembramiento propiamente dicho. Estos se encuentran ambos de espaldas a la cámara. Cada uno de ellos trabaja sobre una de las piernas del paciente, desmembrándolas en las coyunturas de la rodilla mediante sus sierras. Es indudable que proceden de la misma manera con los brazos si no es que lo han hecho ya. Esto es de suponerse porque habiendo empezado por amputar las manos y luego los antebrazos a la altura del codo, se requeriría una gran tensión de las ligaduras sobre los muñones del brazo para que en ellos se sustente todo el peso del cuerpo, lo que así justifica la función del verdugo que opera el gran torniquete. Es preciso tomar en cuenta la simetría de esta imagen. La colocación absolutamente racional, geométrica, de todos los verdugos. Aunque la identidad del verdugo situado a espaldas del supliciado no puede ser precisada, su existencia es indudable. Fíjate en las diferentes actitudes de los espectadores. Es un hecho curioso que en toda esta escena sólo el supliciado mira hacia arriba, todos los demás, los verdugos y los curiosos miran hacia abajo. Hay un hombre, el penúltimo hacia el extremo derecho de la fotografía que mira al frente. Su mirada esta llena de terror. Nota también la actitud de ese hombre situado en el centro de la fotografía entre le verdugo Manchú y el Dignatario; trata de seguir todas las etapas del procedimiento y para ello tiene necesidad de inclinarse sobre el hombro del espectador que está a la derecha. El supliciado es un hombre bellísimo. En su rostro se refleja un delirio misterioso y exquisito. Su mirada justifica una hipótesis inquietante: la de que ese torturado sea una mujer. Si la fotografía no estuviera retocada a la altura del sexo, si las heridas que aparecen en el pecho de ese individuo fueran debidas a la ablación cruenta de los senos no cabría duda de ello. Ese hombre parece estar absorto por un goce supremo, como el de la contemplación de un dios pánico. Las sensaciones forman en torno a él un círculo que siempre, donde termina, empieza, por eso hay un punto en el que el dolor y el placer se confunden. No cabe duda de que la civilización china es una civilización exclusivamente técnica. De esta imagen se puede deducir toda la historia. Se trata de un símbolo, un símbolo más apasionante que cualquiera otro. Cada vez que lo miro siento el estremecimiento de todos los instintos mesiánicos. Sólo puede torturar quien ha resistido la tortura. Hipótesis inquietante: el supliciado eres tú. El rostro de este ser se vuelve luminoso, irradia una luz ajena a la fotografía. En esta imagen yace oculta la clave que nos libra de la condenación eterna. Es preciso estudiar ese diagrama, ese dodecaedro cuyas cúspides son las manos y las axilas de todos los hombres que se afanan en torno al condenado. Ese hombre, visto en la penumbra, el hombre que se apoya sobre el hombro de su vecino para poder seguir con la mirada cada una de las fases del trabajo de los verdugos, ese hombre parece no creer lo que está viendo. Los chinos nos son ajenos. Es imposible entenderse con ellos…
Conocemos su hipótesis, Doctor Farabeuf; una hipótesis que podríamos llamar, stricto sensu, escatológica. Afirma usted, maestro, que el rostro, que ese rostro que usted fotografío, es el rostro de un hombre en el instante mismo de su muerte. Afirma usted, por otra parte, en su interesantísimo trabajo -acerca de la fisiología del supliciado que, por lo general en estos casos, debido a la concatenación del terror psíquico con el paroxismo de las sensaciones se produce una súbita secreción de adrenalina, la que actúa sobre ciertas células nerviosas…Determina por el cambio repentino de polaridades una levísima vibración de la capa superficial del tejido conjuntivo… “una descarga…”-así la llama usted- o no… Por lo que se refiere al desangramiento su descripción no carece de lirismo… “ello se traduce en una manifestación característica de la fisiología de los órganos masculinos…asímismo de la mujer… en el mismo caso”, dice usted. ¿A donde nos lleva todo esto? Se trata de un hombre que ha sido emasculado previamente. Es una mujer. Eres tú. Tú. Ese rostro contiene todos los rostros. Ese rostro es el mío. Nos hemos equivocado radicalmente, maestro. Nos engañan las sensaciones. Somos víctimas de un mal entendido que rebasa los límites de nuestro conocimiento. Hemos confundido una tarjeta postal con un espejo. Es preciso saber quién tomó esa fotografía.La fotografía no representa sino una parte mínima del horror.


"-¿Ve usted? Esa mujer no puede estar del todo equivocada. Su inquietud, maestro, proviene del hecho de que aquellos hombres realizaban un acto semejante a los que usted realiza en los sótanos de la Escuela cuando sus alumnos se han marchado y usted se queda a solas con todos los cadáveres de hombres y mujeres. Sólo que ellos aplicaban el filo a la carne sin método. En ello descubrió usted una pasión más intensa que la de la simple investigación, y es por eso que valido de su uniforme azul y sus polainas blancas, abriéndose paso a codazos y a empellones se colocó usted frente al "hecho" para crear en medio de él un espacio de horror después de haber colocado pacientemente su enorme aparato fotográfico. (…)Todas aquellas filosísimas navajas y aquellos artilugios, investidos de una crueldad necesaria a la función a la que estaban destinados, adquirían una belleza dorada, como orfebrerías barrocas brillando en un ámbito de terciopelo negro, fastuosos como los joyeles de un príncipe oriental que se sirviera de ellos para provocar sensaciones voluptuosas en los cuerpos de sus concubinas, o para provocar torturas inefables en la carne anónima y tensa de un supliciado. (…)La mirada todo lo invadiría con una sensación de amor extremo, con el paroxismo de un dolor que está colocado justo en el punto en que la tortura se vuelve un placer exquisito y en que la muerte no es sino una figuración precaria del orgasmo. (…)No pensaste jamás que ese espejo eran mis ojos, que esa puerta que el viento abate era mi corazón, latiendo, puesto al desnudo por la habilidad de un cirujano que llega en la noche a ejercitar su destreza en la carroña ansiosa de nuestros cuerpos. "


Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.

1 comentario:

Gerardo Villanueva dijo...

Por acá recordando a Elizondo que sienmpre está, aunque no lo sepa. Saludos