No puedo decir que Lars von Trier sea uno de mis directores favoritos, pero sí que me interesa ver todas sus películas. Su manera de hacer cine me representa un reto estilístico. Quiero decir, usualmente se me dificulta entenderlo a la primera, pero siempre quedo seducido por su manera de presentar los personajes y sus historias. El inicio de Zentropa, por ejemplo, me parece alucinante; aunque después me cueste un poco de trabajo seguir algunos momentos del relato.
En el caso de Manderlay, la narración parece más sencilla. Es una historia lineal que, hasta cierto punto y sólo desde cierta perspectiva, puede entenderse como una alegoría de la situación política internacional reciente. En ella, Grace (el mismo personaje de Dogville, aunque ahora interpretado por otra actriz) pasa por una suerte de hacienda norteamericana en la que, más de setenta años después de abolido, persiste el esclavismo. Su buena fe y gran disposición la impelen a detener su viaje para hacer algo por abolirla y, de esta manera, ayudar a los “pobres negros”. Error. Su intervención modifica el equilibrio preexistente y ella no es capaz de propiciar uno nuevo. A los implicados los tiene sin cuidado la posible buena fe de Grace y las virtudes del nuevo sistema democrático que les propone. No les interesa. Los actores (en el sentido de sujetos, no en el cinematográfico) están insatisfechos con el cambio y sufren los avatares de la situación desequilibrada. Perciben que su circunstancia actual es peor y hacen lo necesario para regresar al equilibrio previo.
Tal vez la alegoría internacionalista puede aplicarse literalmente a la situación de los negros en Estados Unidos en el último siglo, pero es seguro que después aplicará perfectamente a lo que ocurra entre este país y varias naciones asiáticas.
Tanto en términos narrativos como de contenido, lo que más me gustó fue el pequeño giro de tuerca que ocurre cuando Grace desea huir de la hacienda. No lo logra por un minúsculo error cometido de manera casi imperceptible. Un error ideológico, cabe resaltar. Planea dejar el lugar cuando su padre pase a visitarla, él –meticulosamente- le informa cuándo y a qué hora estará ahí y cuántos minutos la esperará. Grace no llega a la cita por haber acordado previa y democráticamente el horario. De esta forma se condena a desempeñar un papel diametralmente opuesto al que pensaba representar y consolida una situación diametralmente opuesta a la que decía buscar.
Me agrada la idea de resaltar que la democracia es un procedimiento formal que aplica para ciertos procesos, sobre todo políticos “duros”, y que permitir que contamine otros ámbitos es un error. O un abuso, un mecanismo para imponerse sobre otros. Establecer por votación que un instrumento de investigación para recolectar datos es mejor que otro es un error, por ejemplo, pues no se trata de encontrar al más popular sino al más propicio para el fin que se persigue. Aunque este mismo sea una convención, determinar el horario por popularidad también es un error. Ambas decisiones tienen consecuencias y es seguro que no logren el objetivo buscado debido al procedimiento incorrecto.
Como en otras de sus películas, el énfasis narrativo de von Trier está puesto en los diálogos y situaciones dramáticas; no hay escenarios espectaculares ni intento de recrearlos. En su lugar, apenas encontramos rayas en el piso, unos pocos elementos que con la actuación de los personajes dan pie a saber que estamos frente a un campo de algodón o ante unas preciosas magnolias. Aunque tal vez, también podría decir lo contrario: como en otras de sus películas, el énfasis de von Trier está puesto en el estilo, no en el discurso narrativo. Un estilo por momentos abigarrado, pero siempre engañoso, que puede seducir y que contiene un discurso no convencional que es, no obstante, fácilmente estereotipable. Como sea, desde cualquier punto de vista, von Trier pues ser caracterizado empáticamente como un provocador.
Un último detalle: Willem Dafoe es uno de los actores que mejor me caen, su cara me gusta muchísimo.
En el caso de Manderlay, la narración parece más sencilla. Es una historia lineal que, hasta cierto punto y sólo desde cierta perspectiva, puede entenderse como una alegoría de la situación política internacional reciente. En ella, Grace (el mismo personaje de Dogville, aunque ahora interpretado por otra actriz) pasa por una suerte de hacienda norteamericana en la que, más de setenta años después de abolido, persiste el esclavismo. Su buena fe y gran disposición la impelen a detener su viaje para hacer algo por abolirla y, de esta manera, ayudar a los “pobres negros”. Error. Su intervención modifica el equilibrio preexistente y ella no es capaz de propiciar uno nuevo. A los implicados los tiene sin cuidado la posible buena fe de Grace y las virtudes del nuevo sistema democrático que les propone. No les interesa. Los actores (en el sentido de sujetos, no en el cinematográfico) están insatisfechos con el cambio y sufren los avatares de la situación desequilibrada. Perciben que su circunstancia actual es peor y hacen lo necesario para regresar al equilibrio previo.
Tal vez la alegoría internacionalista puede aplicarse literalmente a la situación de los negros en Estados Unidos en el último siglo, pero es seguro que después aplicará perfectamente a lo que ocurra entre este país y varias naciones asiáticas.
Tanto en términos narrativos como de contenido, lo que más me gustó fue el pequeño giro de tuerca que ocurre cuando Grace desea huir de la hacienda. No lo logra por un minúsculo error cometido de manera casi imperceptible. Un error ideológico, cabe resaltar. Planea dejar el lugar cuando su padre pase a visitarla, él –meticulosamente- le informa cuándo y a qué hora estará ahí y cuántos minutos la esperará. Grace no llega a la cita por haber acordado previa y democráticamente el horario. De esta forma se condena a desempeñar un papel diametralmente opuesto al que pensaba representar y consolida una situación diametralmente opuesta a la que decía buscar.
Me agrada la idea de resaltar que la democracia es un procedimiento formal que aplica para ciertos procesos, sobre todo políticos “duros”, y que permitir que contamine otros ámbitos es un error. O un abuso, un mecanismo para imponerse sobre otros. Establecer por votación que un instrumento de investigación para recolectar datos es mejor que otro es un error, por ejemplo, pues no se trata de encontrar al más popular sino al más propicio para el fin que se persigue. Aunque este mismo sea una convención, determinar el horario por popularidad también es un error. Ambas decisiones tienen consecuencias y es seguro que no logren el objetivo buscado debido al procedimiento incorrecto.
Como en otras de sus películas, el énfasis narrativo de von Trier está puesto en los diálogos y situaciones dramáticas; no hay escenarios espectaculares ni intento de recrearlos. En su lugar, apenas encontramos rayas en el piso, unos pocos elementos que con la actuación de los personajes dan pie a saber que estamos frente a un campo de algodón o ante unas preciosas magnolias. Aunque tal vez, también podría decir lo contrario: como en otras de sus películas, el énfasis de von Trier está puesto en el estilo, no en el discurso narrativo. Un estilo por momentos abigarrado, pero siempre engañoso, que puede seducir y que contiene un discurso no convencional que es, no obstante, fácilmente estereotipable. Como sea, desde cualquier punto de vista, von Trier pues ser caracterizado empáticamente como un provocador.
Un último detalle: Willem Dafoe es uno de los actores que mejor me caen, su cara me gusta muchísimo.