domingo, noviembre 25, 2007

Manderlay


No puedo decir que Lars von Trier sea uno de mis directores favoritos, pero sí que me interesa ver todas sus películas. Su manera de hacer cine me representa un reto estilístico. Quiero decir, usualmente se me dificulta entenderlo a la primera, pero siempre quedo seducido por su manera de presentar los personajes y sus historias. El inicio de Zentropa, por ejemplo, me parece alucinante; aunque después me cueste un poco de trabajo seguir algunos momentos del relato.

En el caso de Manderlay, la narración parece más sencilla. Es una historia lineal que, hasta cierto punto y sólo desde cierta perspectiva, puede entenderse como una alegoría de la situación política internacional reciente. En ella, Grace (el mismo personaje de Dogville, aunque ahora interpretado por otra actriz) pasa por una suerte de hacienda norteamericana en la que, más de setenta años después de abolido, persiste el esclavismo. Su buena fe y gran disposición la impelen a detener su viaje para hacer algo por abolirla y, de esta manera, ayudar a los “pobres negros”. Error. Su intervención modifica el equilibrio preexistente y ella no es capaz de propiciar uno nuevo. A los implicados los tiene sin cuidado la posible buena fe de Grace y las virtudes del nuevo sistema democrático que les propone. No les interesa. Los actores (en el sentido de sujetos, no en el cinematográfico) están insatisfechos con el cambio y sufren los avatares de la situación desequilibrada. Perciben que su circunstancia actual es peor y hacen lo necesario para regresar al equilibrio previo.

Tal vez la alegoría internacionalista puede aplicarse literalmente a la situación de los negros en Estados Unidos en el último siglo, pero es seguro que después aplicará perfectamente a lo que ocurra entre este país y varias naciones asiáticas.

Tanto en términos narrativos como de contenido, lo que más me gustó fue el pequeño giro de tuerca que ocurre cuando Grace desea huir de la hacienda. No lo logra por un minúsculo error cometido de manera casi imperceptible. Un error ideológico, cabe resaltar. Planea dejar el lugar cuando su padre pase a visitarla, él –meticulosamente- le informa cuándo y a qué hora estará ahí y cuántos minutos la esperará. Grace no llega a la cita por haber acordado previa y democráticamente el horario. De esta forma se condena a desempeñar un papel diametralmente opuesto al que pensaba representar y consolida una situación diametralmente opuesta a la que decía buscar.

Me agrada la idea de resaltar que la democracia es un procedimiento formal que aplica para ciertos procesos, sobre todo políticos “duros”, y que permitir que contamine otros ámbitos es un error. O un abuso, un mecanismo para imponerse sobre otros. Establecer por votación que un instrumento de investigación para recolectar datos es mejor que otro es un error, por ejemplo, pues no se trata de encontrar al más popular sino al más propicio para el fin que se persigue. Aunque este mismo sea una convención, determinar el horario por popularidad también es un error. Ambas decisiones tienen consecuencias y es seguro que no logren el objetivo buscado debido al procedimiento incorrecto.

Como en otras de sus películas, el énfasis narrativo de von Trier está puesto en los diálogos y situaciones dramáticas; no hay escenarios espectaculares ni intento de recrearlos. En su lugar, apenas encontramos rayas en el piso, unos pocos elementos que con la actuación de los personajes dan pie a saber que estamos frente a un campo de algodón o ante unas preciosas magnolias. Aunque tal vez, también podría decir lo contrario: como en otras de sus películas, el énfasis de von Trier está puesto en el estilo, no en el discurso narrativo. Un estilo por momentos abigarrado, pero siempre engañoso, que puede seducir y que contiene un discurso no convencional que es, no obstante, fácilmente estereotipable. Como sea, desde cualquier punto de vista, von Trier pues ser caracterizado empáticamente como un provocador.

Un último detalle: Willem Dafoe es uno de los actores que mejor me caen, su cara me gusta muchísimo.

viernes, noviembre 23, 2007

Somos el recuerdo de alguien que está olvidando

La primera vez que leí a Elizondo fue cuando cursaba el tercero de secundaria. Era la historia de Pao-Cheng, creo.

El autor de Farabeuf se volvió mi favorito desde ese momento. Sin embargo, tuvieron que pasar algunos años para leerlo de nuevo. La lectura, si bien era algo que me gustaba, no era algo que buscara. Además, aún no tenía un criterio formado y lo mismo leía a Elizondo que los cuentos de "Plubio" o "Karmatrón y los transformables". Este cómic, por cierto, en combinación con la historia de Pao-Cheng, me estimularon a fantasear con el que ahora es uno de los recuerdos de infancia que aprecio: jugar a imaginar que, así como yo leía la historia de alguien más en un cuadernillo, mi vida formaba parte de la que otra persona leía, encadenándose así un número “n” de secuencias.

El lugar con el que asocio este recuerdo es el derruido camarote superior de un vagón de tren, en algún punto del trayecto Guadalajara-Irapuato, del viaje hasta la Ciudad de México. Para pasar bien las horas de traslado, lo recuerdo perfectamente, me equipé con un lonche de pierna de la Lonchería Chulavista, una Tropicana de uva al tiempo y un par de “Karmatrones”.
Más o menos desde entonces prefiero los trayectos que son fin a los destinos que no me llevan a ningún lado

sábado, noviembre 10, 2007

Duda


¿Cuántas horas de su vida adulta pasa un chilango promedio estacionado en doble fila?