La primera vez que leí a Elizondo fue cuando cursaba el tercero de secundaria. Era la historia de Pao-Cheng, creo.
El autor de Farabeuf se volvió mi favorito desde ese momento. Sin embargo, tuvieron que pasar algunos años para leerlo de nuevo. La lectura, si bien era algo que me gustaba, no era algo que buscara. Además, aún no tenía un criterio formado y lo mismo leía a Elizondo que los cuentos de "Plubio" o "Karmatrón y los transformables". Este cómic, por cierto, en combinación con la historia de Pao-Cheng, me estimularon a fantasear con el que ahora es uno de los recuerdos de infancia que aprecio: jugar a imaginar que, así como yo leía la historia de alguien más en un cuadernillo, mi vida formaba parte de la que otra persona leía, encadenándose así un número “n” de secuencias.
El lugar con el que asocio este recuerdo es el derruido camarote superior de un vagón de tren, en algún punto del trayecto Guadalajara-Irapuato, del viaje hasta la Ciudad de México. Para pasar bien las horas de traslado, lo recuerdo perfectamente, me equipé con un lonche de pierna de la Lonchería Chulavista, una Tropicana de uva al tiempo y un par de “Karmatrones”.
Más o menos desde entonces prefiero los trayectos que son fin a los destinos que no me llevan a ningún lado
No hay comentarios.:
Publicar un comentario