Alejandro Rossi ganó el premio Xavier Villaurrutia por su libro Edén. Albricias.
Rossi es un escritor mexicano cuya obra literaria, sin duda, merece ser reconocida (con su trabajo filosófico no me meto porque no lo conozco, pero no me sorprendería que fuera de buena calidad e inusual para lo que se acostumbra en el medio nacional). A ver si a los del premio Juan Rulfo (¿aún se llama así?) de la FIL de Guadalajara se les ocurre entregárselo pronto, no vaya a ser que les pase como con Elizondo que se murió sin que los miembros de los jurados se dieran cuenta.
Edén no me pareció el mejor libro de Rossi. Aunque su inicio es bueno, creo que a la historia le hace falta crítica y sorna. Pero ¿sería factible que un niño-adolescente hiciera más murmuraciones malhumoradas sobre la familia, la sexualidad o la idiosincrasia latinoamericana? Como sea, eventualmente tendré que darle una segunda oportunidad: me levanto de mi silla en este momento para ir al estudio y guardar Edén en el cajón del librero destinado a los textos para relectura.
Si tuviera que escoger sólo un libro por el cual reconocer a Rossi, elegiría el Manual del distraído: una extraordinaria recopilación de ensayos literarios publicados originalmente en Vuelta.
El Manual me gusta mucho por su tono y ritmo, con los que Rossi hace una ostentosa demostración de su solvencia con el manejo de “el estilo”. La mayor parte de los textos tienen como pretexto un evento de la vida cotidiana; minucias en las que cualquiera de ustedes difícilmente se detendría a reflexionar, pero que bajo la mirada de Rossi se vuelven materia de atento taxonomista.
La lectura bárbara es uno de los ensayos que me entusiasman y deslumbran. El sonido agradable de las palabras bien acomodadas, la critica cáustica y las imágenes que hablan e invitan a la sonrisa -características todas del Manual- se conjugan gratamente aquí. El primer párrafo es una síntesis de cómo la forma no sólo sirve para decir “fondo”, sino que canta y encanta:
“Leer mal un texto es la cosa más fácil del mundo; la condición indispensable es
no ser analfabeto. Una vez superada esta etapa, más cívica que intelectual, las
posibilidades que se ofrecen para desmantelar, tergiversar e interpretar
erróneamente una frase, una página, un ensayo o un libro son, no diré infinitas,
pero sí numerosísimas. No pretendo ni agotarlas ni clasificarlas, tareas
destinadas a eruditos pacíficos o a hombres seguramente geniales. Me conformo
con enumerar algunas variedades exponiéndolas no por su rareza sino por su
recurrencia. Nada de cisnes negros o tréboles extraños; más bien perros
callejeros que trotan en grupo”.
En fin, si hoy tuviera que sugerirle la lectura de un libro a alguien que no me lo preguntara, le propondría el Manual del distraído.