Soy torpe. Sí, torpe.
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Me he caído dos veces en las últimas veinticuatro horas. La segunda ocasión fue con algún riesgo, por un momento temí ser atropellado por un microbús de los que cobran tres pesos. Me impresiona la velocidad y densidad del instante: apenas si me dí cuenta de lo que sucedía. Entre el pensar “subirme al ‘micro’ antes de que se vaya” y el preocuparme por a dónde fueron a dar mis lentes no tuve tiempo de intentar caer de manera menos dolorosa, como me habría gustado. ¿Me pegué en la cabeza?
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Escuché, pero hasta después me dí cuenta, que dos mujeres sentadas sobre cubetas colocadas boca abajo a un costado de un puesto informal de frituras le gritaron estridente y agresivamente al chofer, que éste redujo la velocidad y luego paró durante unos segundos, que la gente que subía por el puente se detuvo para ver qué sucedía y que una persona que ofrecía dulces a cambio de dinero para rehabilitar adictos se acercó con cara incierta para preguntarme si estaba bien.
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¿Fue grave o sólo aparatoso? Sé que temí ser atropellado, pero no en qué momento lo pensé ni en cuál sopesé que era mejor que el “micro” pasara sobre mis piernas que sobre el tórax.
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Me pregunto en qué medida pude haber provocado estas caídas yo mismo. A primera vista ambas fueron claros accidentes; sin embargo, desde hace tiempo tengo la cada vez menos difusa sensación de querer que me pongan una buena madriza, pero hasta ahora no he logrado que nadie me la ponga. ¿Por qué siento que quiero caer? ¿Por qué permanece esta “idea” de que merezco caer, pero, sobre todo, ser lastimado? ¿Fueron descuidos intencionados?
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Caer para arriba. Recuerdo ahora a Altazor y San Juan de la Cruz.