martes, marzo 29, 2011

Hit the road, Jack \ 1


Menudo 2013 el que está teniendo Jack. De un día para otro, dejó de vivir con la familia con la que pasó sus primeros cinco años de vida. Quién sabe si esto representó algo bueno para él. El relato de Lulú, quien fungió como enlace entre sus anteriores y nuevos dueños, enfatizaba que desde hace tiempo estaba descuidado: encerrado en una zotehuela, paseaba poco y no lo cepillaban con frecuencia. Aquí, ahora, sale a pasear dos veces al día durante al menos 30 minutos (y en este paseo tiene oportunidad de olisquearse con otros perros, orinar incontables veces y cagar hasta tres ocasiones en un mismo recorrido, corretear ardillas y gatos, intentar comer restos de basura o alimento que deja aquí y allá lo loca de los gatos, andar sobre cemento, loseta, empedrado, tierra y pasto, así como ensuciarse entre ramas, lodo, agua y tierra a placer), se apropió del sillón más cómodo (o algo) de la sala, duerme (de forma placida, digo yo) patas arriba al lado de la cama y tiene la deferencia permanente de personas que lo acariciamos, le hablamos y atendemos casi como si fuera un niño.

Tal vez mi asociación sea desproporcionada, pero la noción de cambiar de manera tajante de sábado a domingo todo el espacio socioafectivo que conoces y que representa la “normalidad” constituye un fuerte incentivo para la desestructuración de la personalidad. Miedo, inseguridad y desconfianza. Dormir plácidamente el sábado en el mismo lugar en el que lo has hecho “siempre”, luego de cenar a la misma hora lo mismo de siempre con las mismas personas, esperando de manera confiada hacer lo mismo el siguiente día de la misma manera y en el mismo orden, para –por el contrario- despertar en un espacio diferente, con personas distintas, con hábitos que pueden ser contrastantes, sin tener certeza de qué sucede; esto, para mí, implica poner en duda la continuidad de lo cotidiano: connota un esfuerzo psicológico para interactuar con desconocidos y enfrentarte de manera permanente a situaciones novedosas en las que no sabes cómo reaccionar ni qué esperar. Dolorosa ingeniería socioafectiva.

Por si esto no fuera suficiente, a los pocos meses del cambio de hogar, fue necesario hacerle una intervención que requirió de anestesia general. Como parte del descuido en el que estaba (más la inexperiencia de quien esto escribe), la higiene bucal de Jack era mala: sus dientes y colmillos estaban repletos de sarro. Esto le provocó una infección bucal y estomacal fuerte. Durante varios días estuvo decaído, salivando en exceso (primero de color muy transparente, después amarillento y finalmente de un verde viscoso mezclado con sangre), comiendo poco, excretando sin consistencia, con una cubierta pastosa y fétida. Para curarlo fue necesario anestesiarlo, realizarle una limpieza profunda, extraerle un diente podrido (afuera, medía un par de centímetros, ¡pero su raíz era de al menos cinco!) y, en el camino, encontrar que tenía una suerte de absceso en una glándula gustativa que también fue necesario extraer. Ahora, Jack es un carismático basset chimuelo.

Más aún: el 16 de septiembre alrededor de las ocho de la mañana fue atacado por un perro más grande, fuerte y violento: un puto golden retriever. Que lo sepan: la noción de razas nobles o agresivas es una construcción social. El muyhijodelagranputahocicoconstipado del sedoso y lindo golden le atestó dos fuertes mordidas en el cuello: una por arriba (en el primer ataque) y otra por la parte de abajo (cuando Jack reaccionó girando el cuello).

Para mí, la curación de sus heridas fue casi tan dolorosa como el ataque: durante unos diez días fue necesario abrir cada una de ellas para impedir su cicatrización de “arriba para abajo” y, una vez abiertas, inyectar un astringente líquido con el que Jack emitía chillidos desconsoladores. La intención de este procedimiento fue, por una parte, matar las bacterias que pudieron injertar los colmillos del muyhijodelagranputahocicoconstipado golden, pero también impedir que se encapsulara líquido, por la supuración normal del tejido expuesto, forzando la cicatrización de “abajo para arriba”. Cada visita al veterinario implicó, además, la inyección de espeso antibiótico y potente analgésico. Quién sabe cómo habría sobrellevado mi ansiedad y aprehensión pueril sin el acompañamiento de M.

Uno de los efectos del analgésico en Jack fue tierno. Al salir de la veterinaria, Jack caminaba nervioso y veloz, ansioso; al tiempo, moderaba el paso y comenzaba a detenerse, a olisquear piso, plantas, postes, pies, basura, aire; volteaba a verme y olisqueaba más; luego, hacía pausas intermitentes, que diera un paso requería jalarlo con la correa, darle cariñosos empujoncitos en el torax, hablarle dulce; después, se detenía: se echaba a medio camino. En adelante, la única manera de moverlo era cargándolo. Hacerlo no fue fácil (pesa más de 25 kilos y estaba ansioso porque tenía que regresar pronto a la oficina), pero es la cosa más optimista, esperanzadora y amorosa que he hecho en muchos meses. Lo disfruto: las dificultades gozosas.

El ataque a Jack me dejó desconcertado: descolocado: enojado: frustrado: temeroso: con sensación de impotencia y confusión. Aunque él sigue paseando con el desparpajo de siempre, es a mí a quien ahora le da miedo encontrarnos con un perro más grande. Me siento como un maricón: si esto me sucede con un perro, cómo voy a reaccionar cuando ocurra algo “serio”, cuando a quien le suceda una desventura sea a una persona que quiero.

En fin. Menudo 2013 el que está teniendo Jack, pues. En unos meses cambió de hogar, tuvo una intervención que requirió anestesia general y fue atacado por un muyhijodelagranputahocicoconstipado golden… y apenas estamos en septiembre.