Menudo
2013 el que está teniendo Jack. De un día para otro, dejó de vivir con la
familia con la que pasó sus primeros cinco años de vida. Quién sabe si esto
representó algo bueno para él. El relato de Lulú, quien fungió como enlace
entre sus anteriores y nuevos dueños, enfatizaba que desde hace tiempo estaba
descuidado: encerrado en una zotehuela, paseaba poco y no lo cepillaban con
frecuencia. Aquí, ahora, sale a pasear dos veces al día durante al menos 30
minutos (y en este paseo tiene oportunidad de olisquearse con otros perros,
orinar incontables veces y cagar hasta tres ocasiones en un mismo recorrido,
corretear ardillas y gatos, intentar comer restos de basura o alimento que deja
aquí y allá lo loca de los gatos, andar
sobre cemento, loseta, empedrado, tierra y pasto, así como ensuciarse entre
ramas, lodo, agua y tierra a placer), se apropió del sillón más cómodo (o algo)
de la sala, duerme (de forma placida, digo yo) patas arriba al lado de la cama
y tiene la deferencia permanente de personas que lo acariciamos, le hablamos y
atendemos casi como si fuera un niño.
Tal
vez mi asociación sea desproporcionada, pero la noción de cambiar de manera
tajante de sábado a domingo todo el espacio socioafectivo que conoces y que
representa la “normalidad” constituye un fuerte incentivo para la
desestructuración de la personalidad. Miedo, inseguridad y desconfianza. Dormir
plácidamente el sábado en el mismo lugar en el que lo has hecho “siempre”,
luego de cenar a la misma hora lo mismo de siempre con las mismas personas,
esperando de manera confiada hacer lo mismo el siguiente día de la misma manera
y en el mismo orden, para –por el contrario- despertar en un espacio diferente,
con personas distintas, con hábitos que pueden ser contrastantes, sin tener
certeza de qué sucede; esto, para mí, implica poner en duda la continuidad de lo
cotidiano: connota un esfuerzo psicológico para interactuar con desconocidos y
enfrentarte de manera permanente a situaciones novedosas en las que no sabes
cómo reaccionar ni qué esperar. Dolorosa ingeniería socioafectiva.
Por
si esto no fuera suficiente, a los pocos meses del cambio de hogar, fue
necesario hacerle una intervención que requirió de anestesia general. Como
parte del descuido en el que estaba (más la inexperiencia de quien esto
escribe), la higiene bucal de Jack era mala: sus dientes y colmillos estaban
repletos de sarro. Esto le provocó una infección bucal y estomacal fuerte.
Durante varios días estuvo decaído, salivando en exceso (primero de color muy
transparente, después amarillento y finalmente de un verde viscoso mezclado con
sangre), comiendo poco, excretando sin consistencia, con una cubierta pastosa y
fétida. Para curarlo fue necesario anestesiarlo, realizarle una limpieza
profunda, extraerle un diente podrido (afuera, medía un par de centímetros,
¡pero su raíz era de al menos cinco!) y, en el camino, encontrar que tenía una
suerte de absceso en una glándula gustativa que también fue necesario extraer.
Ahora, Jack es un carismático basset chimuelo.
Más
aún: el 16 de septiembre alrededor de las ocho de la mañana fue atacado por un
perro más grande, fuerte y violento: un puto golden retriever. Que lo sepan: la
noción de razas nobles o agresivas es una construcción social. El muyhijodelagranputahocicoconstipado
del sedoso y lindo golden le atestó dos fuertes mordidas en el cuello: una por
arriba (en el primer ataque) y otra por la parte de abajo (cuando Jack reaccionó
girando el cuello).
Para
mí, la curación de sus heridas fue casi tan dolorosa como el ataque: durante
unos diez días fue necesario abrir cada una de ellas para impedir su
cicatrización de “arriba para abajo” y, una vez abiertas, inyectar un
astringente líquido con el que Jack emitía chillidos desconsoladores. La
intención de este procedimiento fue, por una parte, matar las bacterias que
pudieron injertar los colmillos del muyhijodelagranputahocicoconstipado golden,
pero también impedir que se encapsulara líquido, por la supuración normal del
tejido expuesto, forzando la cicatrización de “abajo para arriba”. Cada visita al
veterinario implicó, además, la inyección de espeso antibiótico y potente
analgésico. Quién sabe cómo habría sobrellevado mi ansiedad y aprehensión pueril
sin el acompañamiento de M.
Uno
de los efectos del analgésico en Jack fue tierno. Al salir de la veterinaria,
Jack caminaba nervioso y veloz, ansioso; al tiempo, moderaba el paso y comenzaba
a detenerse, a olisquear piso, plantas, postes, pies, basura, aire; volteaba a
verme y olisqueaba más; luego, hacía pausas intermitentes, que diera un paso
requería jalarlo con la correa, darle cariñosos empujoncitos en el torax,
hablarle dulce; después, se detenía: se echaba a medio camino. En adelante, la
única manera de moverlo era cargándolo. Hacerlo no fue fácil (pesa más de 25
kilos y estaba ansioso porque tenía que regresar pronto a la oficina), pero es
la cosa más optimista, esperanzadora y amorosa que he hecho en muchos meses. Lo
disfruto: las dificultades gozosas.
El
ataque a Jack me dejó desconcertado: descolocado: enojado: frustrado: temeroso:
con sensación de impotencia y confusión. Aunque él sigue paseando con el
desparpajo de siempre, es a mí a quien ahora le da miedo encontrarnos con un
perro más grande. Me siento como un maricón:
si esto me sucede con un perro, cómo voy a reaccionar cuando ocurra algo
“serio”, cuando a quien le suceda una desventura sea a una persona que quiero.
En
fin. Menudo 2013 el que está teniendo Jack, pues. En unos meses cambió de
hogar, tuvo una intervención que requirió anestesia general y fue atacado por
un muyhijodelagranputahocicoconstipado golden… y apenas estamos en septiembre.
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