domingo, febrero 24, 2013

Estás pendejo si crees que voy a permitir que estudies eso


Estás pendejo si crees que voy a permitir que estudies eso, dijo. Lo conocí cuando yo tenía alrededor de cinco años de edad (creo), pero casi alcanzaba los 18 cuando me expresó eso.

Nos veíamos un día a la semana, usualmente los domingos. Al principio, nuestra actividad principal era ir a los partidos de las Chivas. Él pasaba por mí a casa muy temprano, íbamos juntos a sus visitas médicas y de ahí al estadio Jalisco. En aquel entonces él era internista en el IMSS, pero atendía algunos pacientes en hospitales particulares. Los enfermos solicitaban atención en el Instituto, pero por su poca capacidad resolutiva optaban mejor por internarse en una clínica particular --casi siempre de mediana calidad. Él se ofrecía a darles seguimiento en el lugar que estuvieran a cambio de un pago, muchos pacientes aceptaban. Así que todos los domingos en la mañana (y otros días) iba a visitarlos para conocer su evolución.

Mientras él entraba a sus consultas yo lo esperaba donde se podía: cuando el hospital tenía cafetería, me daba unos pesos para comprarme una bebida azucarada, me sentaba en la mesa más aislada que encontraba a leer el periódico que él me entregaba, o bien, a ver la televisión del lugar sorbiendo mi trago; a veces me quedaba en una sala de espera repleta de dolientes y familiares donde repetía esta actividad entre quejidos y olores extraños, pero sin bebida; sin embargo, la mayoría de las ocasiones lo esperaba en su auto: bajaba los cristales de las ventanas, acomodaba el asiento del copiloto con una inclinación de reposo más o menos acompasado, sintonizaba Canal 58 (impaciente por escuchar la transmisión previa del partido que iniciaba desde las nueve de la mañana) y ojeaba su diario. Cuando me entumía, subía el volumen, me bajaba del auto y me sentaba en banqueta a esperar. Recuerdo hospitales en zonas de la ciudad tan disímbolas como la popular colonia donde estaba el templo de la Luz del Mundo (“brodis” les decía) o de la zona más fresa de Plaza Patria en Zapopan, pasando por varios estratos intermedios.

Del hospital nos íbamos al estadio. Ahí, él me compraba una bolsa de papas fritas caseras de tamaño extra grande, una Coca Cola familiar que me servían en un vaso más voluminoso que lo que mis manos podían manipular con agilidad y me entregaba un mini walkman, de tal manera que pudiera escuchar por radio la transmisión del partido mientras lo veía. Al finalizar el juego me lo retiraba y guardaba en la guantera de su auto hasta el siguiente partido.

Había ocasiones en que no lograba concluir sus visitas hospitalarias antes del partido, así que teníamos que continuar el recorrido después del juego. Ese horario era complicado por el calor que suele hacer en Guadalajara en las tardes, incluso a la sombra. Lo esperaba en el auto con alguna desesperación, recuerdo ocasiones en que tardó horas en regresar. Un par de veces, su esposa de ese entonces tuvo que ir por mí para llevarme a casa de mi madre porque él tardaría aún más en desocuparse. Me imagino que debió ser complicado tener que atender a un enfermo en crisis mientras un niño te espera solo en el auto.

Los domingos que no había partido de las Chivas (un fin de semana les tocaba ser locales y el siguiente visitante), íbamos al café Azteca. En lugar de ver fútbol, jugábamos ajedrez. Concentrados. En silencio, por supuesto. El protocolo era pedir café, disputar una partida inicial, ordenar el desayuno al concluirla y leer el periódico mientras ingeríamos nuestros alimentos. Esta última parte era complicada porque intercalábamos secciones y a él no le gustaba que leyera ninguna antes porque --decía- las desordenaba. O algo así. No recuerdo cómo lo solucionábamos, pero sí la objeción. Al terminar los alimentos, pedíamos una ronda adicional de café y echábamos otras dos partidas. La duración de esta dinámica era increíblemente parecida a la del domingo de fútbol.

En aquel entonces, estas rutinas me parecían de lo más disfrutable. Creo. Casi podría decir que aprendí a ser un lector funcional en esas salas de espera y en el asiento de copiloto. Pasé de interesarme sólo en la sección de monitos a centrar mi atención en las columnas de opinión. Por esos tiempos, Guadalajara tuvo su primer diario moderno: Siglo 21. La sección de monitos era La Mamá del Abulón y estaba lidereada por los heterodoxos Jis y Trino, mientras que la sección de opinión tenía a autores impensables para el rancho que era esa ciudad en aquel entonces: Paz, Savater o Monsiváis, entre otros. Durante años conservé montones de ejemplares de La Mamá del Abulón que guardaba apilados en mi closet (para mi enojo y desesperación, más de una ocasión Juana, la trabajadora doméstica, los utilizó para limpiar ventanas). Tal vez exagere si digo que una parte de mi educación sentimental se la debo a las tiras del Santos y la Tetona Mendoza o a las caricaturas experimentales de Jis, pero me da un orgullo raro pensar que así fue. También recorté centenas de columnas de opinión que subrayaba con plumas de colores y ordenaba temáticamente en folders para después releerlas e intentar descifrarlas mejor. Con el tiempo, agregué suplementos literarios como La Jornada Semanal, Sábado o Babelia. Recuerdo con particular exaltación un poema sobre las masacres de exterminio en la guerra de Croacia/Serbia/Bosnia-Herzegovina que tradujo José Emilio Pacheco y que mi mamá encontró sobre mi escritorio. Se ofendió muchísimo por lo que decía y me exigió que dejara de leer esas cosas. No lo hice, por supuesto. Cuando me mudé de Guadalajara a la ciudad de México, mis colecciones se fueron a la basura. Yo mismo las tiré.

En la radio aprendí a sopesar el trabajo de periodistas deportivos que con el tiempo tuvieron exposición nacional: Emilio Fernando Alonso o David Medrano Félix, por ejemplo, pero también recuerdo con entusiasmo las crónicas vertiginosas de Adán Vega Barajas, los comentarios en tono erudito de Octavio Hernández Romero o las estadísticas de Ernesto López Mota. Al día de hoy, sigo buscando las columnas de David Medrano en Récord o prefiero las transmisiones por televisión en las que aparece (las de TV Azteca, ni modos). Sigo escuchando los programas de radio de Guadalajara, por cierto. Los dos podcast que frecuento de manera regular son Déjalo Sangrar del Che Bañuelos y La Chora Interminable con Jis y Trino, ambos se transmiten por Radio Universidad de Guadalajara y los bajo por internet.

Con la rutina futbolera de aquellos días me hice adicto a las papas fritas con limón, sal y mucha salsa Valentina, así como a beber Coca Cola. Ver el fútbol acompañado de cerveza y botana es uno de mis placeres solitarios más disfrutables. Por cierto, aún sigo --con desesperación e incredulidad- los partidos de las Chivas por televisión. Fui uno de los pocos zonzos que contrataron su servicio de streming cuando dejaron de transmitirlos por televisión abierta.

El café y las cafeterías se volvieron una rutina básica en mi vida. Es impreciso decir que soy adicto al café, pero lo bebo como si lo fuera. Prefiero el negro, largo y sin adimentos. La extracción con máquina a presión (¿así se dice?) es mi predilecta. Desprecio un poco --sólo un poco- las extracciones con chemex, dipper, sifón o similares. Una de mis alegrías recientes fue encontrar una minicafetera a presión de precio accesible que puedo usar en casa: adiós a las Bialetti y a las cápsulas, hola a los expresos largos decentes. He pasado muchísimas horas leyendo solo en cafés, leyendo acompañado en cafés, estando en cafés. Son uno de los espacios públicos en los que me siento “cómodo” cuando son a la usanza de “los viejitos”. En Guadalajara me hice parroquiano del D’val, después de pasar muchas horas en el Madoka, Madrid y la vieja Estación de Lulio; en el DF me ha costado trabajo encontrar alguno equivalente que esté razonablemente cerca de casa, pero he encontrado algún consuelo en el Jekemir, La Selva o la cafetería de la tradicional librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Cuando llegué a la Ciudad en 2006, mi refugio era La Blanca que, desde entonces, ya estaba venida a menos. Prefiero las cafeterías sin glamour, cualquiera donde sea menos probable que encuentre personas que soliciten un cortado con leche light deslactosada de almendras y shot de vainilla.

En fin. Todo muy pintoresco y simpático si elijo recordarlo de esta manera o detengo el relato por aquí. Pero, la verdad, es que con el tiempo terminé enojándome con él y desilusionándome con el tipo de interacción que teníamos. Al punto que en el 2000 interrumpí el contacto por decisión propia.

Primero, con poca distancia, pensaba en él con desesperación y alguna exaltación. Ahora, con más tiempo de por medio, lo recuerdo con lástima y lo interpreto más o menos así: en aquel entonces, yo era un niño que no se daba cuenta cabal de qué pasaba y él un adulto que sólo por eso podía definir el marco de nuestra relación. Yo aceptaba el trato que me daba como “lo” que era. No tenía capacidad ni herramientas para entender otra cosa, mucho menos para proponer algo distinto. Al paso de los años, y ya con alguna capacidad para elaborar esas experiencias, veo en él a una persona con deficiencias afectivas, con dificultades para intimar, con miedo a tratar con un niño y después con un adolescente. Nuestra rutina de los domingos también podría leerla como el despliegue de un no-tan-elaborado dispositivo para evitar establecer una relación de intimidad conmigo. En particular, para disminuir al mínimo la posibilidad de hablar entre nosotros. El esfuerzo que él hacía cuando estábamos juntos, ahora me parece que era una estrategia para evitar que hablara(mos): me ponía a leer, comer o beber y, para disminuir las chances de cualquier conversación, además me ponía a ver el fútbol o a jugar ajedrez. Raro. ¿Raro? Puedo entender que él tuviera sus propias dificultades de vida, sus propias carencias afectivas. Todos las tenemos. Creo. No sé bien cuáles hayan podido ser las suyas, pero me queda claro que las pagábamos parcialmente quienes no las debíamos. Quienes no las podíamos.

Una de las primeras ocasiones que intuí que algo podía no andar tan bien fue uno de esos domingos en que íbamos al estadio. Para entonces, yo tendría alrededor de 17 años y, mientras esperábamos a que el semáforo cambiara a verde, en el cruce de la Calzada Independencia y Monte Athos, me preguntó qué quería estudiar. Me tomó por sorpresa. Me puso nervioso. ¿Por qué me preguntaba cosas así de personales?, ¿cuál era la respuesta correcta?, pensé, ¿qué es lo que querrá que le diga? Mi respuesta fue completamente honesta: le dije que estaba indeciso entre filosofía y psicología. Le explique que creía que me gustaría ser psicoanalista, por lo que tal vez lo mejor sería primero estudiar psicología y después especializarme en ese ámbito. No tuve oportunidad de manifestarle por qué mi otra opción era filosofía, pues su respuesta fue --palabras más, palabras menos- un “estás pendejo si crees que voy a permitir que estudies eso”. Él quería que fuera economista. La verdad es una opción que ni siquiera había sopesado, pero la manera en que reaccionó a mis incipientes preferencias provocó que la rechazara sin siquiera pensarlo. De acuerdo con él, esa era la única disciplina en la que podría encontrar trabajo y mantenerme por mí mismo.

En ese momento no supe cómo reaccionar y él insistió poco mientras íbamos en el auto, pero el tema ya estaba sobre la mesa y regresó a él durante varios fines de semana. De diferentes maneras y en distintos momentos me desalentó para estudiar las carreras que yo prefería e intentó exaltar la economía. El resultado del “estira-y-afloja” fue que opté por una solución intermedia que no era lo que ninguno de los quería: sociología. Por decirlo así, ninguno obtuvo lo que quería, pero tampoco lo que no quería. ¿Raro? Raro.

Con el tiempo me he ido dando cuenta que esa conversación de varias semanas con él influyó en mí de una manera que no vislumbraba. Una parte del tipo de sociología en la que me he terminado especializado es parecida a la economía: trabajo con encuestas y uso la econometría de manera más o menos profusa, algunos de los supuestos en los que se basa mi aproximación analítica se acercan a la teoría de la acción racional, el paradigma epistemológico general en el que se inscriben mis investigaciones es más cercano al pospositivismo que al posmodernismo. Mi tesis de doctorado, por ejemplo, es sobre las consecuencias de la pertenencia de clase en la precariedad laboral de las personas en México entre 1992 y 2016. La aproximación conceptual es la teoría de la estratificación en su vertiente weberiana que enfatiza el individualismo metodológico. Para elaborarla, utilicé todas las encuestas de ingreso y gasto de los hogares disponibles entre esas fechas y estimé modelos de regresión multinivel tanto por mínimos cuadrados como logísticos. Esto quiere decir algo así como que mi manera de hacer sociología es parecida a la economía. Es como si la demanda que él me hizo hace más de veinte años se hubiera filtrado de manera silenciosa en mi manera de ver la sociología y, poco a poco, sin darme cuenta, hubiera ido tomando decisiones que --sin dejar la sociología- se acercaban a su deseo. En el largo plazo ajusté mi forma de hacer sociología a su demanda.

Otra cosa simpática que me sorprendió hace poco es que terminé trabajando en la UAM-X. Cuando él me intentaba convencer de estudiar economía, una de sus estrategias fue proponerme emigrar de Guadalajara a la ciudad de México para asistir a esta universidad. En aquel entonces yo participaba de manera activa en el movimiento filozapatista, así que con frecuencia viajaba al DF y a Chiapas para apoyar al EZLN en actividades políticas. Algunos de mis amigos de ese tiempo eran alumnos de la UAM-X y él pensó que este podía ser un anzuelo. Me contó la historia de la UAM, cómo su plan de estudios era diferente a otras universidades, su orientación social y me ofreció apoyarme económicamente para que pudiera vivir en la ciudad de México. No acepté, por supuesto. Sin embargo, casi veinte años después, se me presentó la oportunidad de una plaza como profesor asociado de medio tiempo ahí y la tomé. Uno de mis temores era no encontrar trabajo como académico al terminar el doctorado, pues tengo varias desventajas frente a otras personas: lo voy a concluir “grande” (tengo compañeros que tendrán el grado siendo diez años menores que yo) y no tengo un “perfil SNI” (muchas publicaciones científicas, experiencia docente, formación de recursos humanos), así que esta parecía una buena oportunidad. La persona que coordinaba la maestría en políticas públicas preguntó a sus conocidos sobre una persona con mi perfil y uno de nuestros amigos en común nos puso en contacto. Me puso sobre aviso de la convocatoria, me inscribí, concursé y gané. El pago era propio de un contexto precario, pero podía comenzar a acumular una valiosa experiencia como docente. Un buen día, mientras esperaba a que mis alumnos terminaran un control de lectura, me “cayó el veinte” de que, de alguna manera, estaba cumpliendo el deseo de él: estaba en la UAM-X.

Lo ridículo de esto es que hace 19 años que no lo veo. Dejé de tener contacto con él desde el 2000. Sin embargo, sus demandas han estado presentes en mí ya sin él. Ahora estoy a unas semanas de doctorarme como sociólogo. Bien visto (o algo), mi grado como doctor puede entenderse como la culminación de un ciclo de dos décadas. Un periodo que inició con ese “estás pendejo si crees que voy a permitir que estudies eso” y que concluye con la defensa pública de una tesis de sociología cuantitativa, ya sin él. Con la obtención del grado cumplo con su deseo, satisfago su demanda. Ahora puedo, por fin, estudiar lo que a mí me interesa: psicoanálisis. ¿Puedo?

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