No recuerdo bien cómo supe por primera vez de Guadalupe
Nettel. Supongo que fue a través de los comentarios escritos por David Miklos
en su blog o por la crítica sobre alguno de los libros de Antonio Ortuño en las
que también la mencionaban como una de las autoras mexicanas jóvenes notables.
En todo caso, estoy seguro que la ocasión en que ganó mi
atención como personaje fue en la presentación de Dietario
Voluble de Enrique Vila-Matas, realizada por ahí de 2008 en la librería Rosario
Castellanos del FCE y en la que ella fue comentarista. Nettel me llamó la
atención al punto que, en vez de acercarme al autor que motivaba la presentación
para que me dedicara su libro, preferí comprar el de ella –Pétalos- y pedirle que me lo dedicara. Entonces estaba cariñosamente
enamorado de una persona con quien habría querido estar mucho más tiempo, así
que le solicité que escribiera algo para ambos. Así lo hizo. Un poco
incómoda según recuerdo, un tanto sorprendida por la atención sobre ella y no
sobre Vila-Matas (miento, no compré Pétalos
en ese momento: lo llevaba desde casa con la intención expresa de que me lo
dedicara; el libro que adquirí entonces fue el de Vila-Matas y, esto es cierto,
contrario a lo planeado, no solicité que me dibujara en él uno de sus garabatos).
El cuerpo en que nací es la tercera obra de Nettel que leo. Es uno de los
tipos de libros que más disfruto: los autobiográficos. Está escrito de una
manera que parece que la autora narra realmente su historia personal. Es
decir, no transmite la impresión de ser una falsa autobiografía, ni la biografía
novelada de un personaje creado ex profeso, pero con rasgos específicos que
corresponden a la vida de quien escribe. La manera que la Nettel presenta su
historia es a través del relato “filogenético” dirigido a su psicoanalista. De esta
manera, cuenta una parte de su infancia y adolescencia bajo la forma de una reconstrucción
terapéutica. El eje del relato es el conjunto de contratiempos que vivió en
torno a un defecto de nacimiento en uno de sus ojos. La historia inicia con las
dificultades, disgustos y desfiguros alrededor de la cercanía-distancia
afectiva, social y física que le provoca su deformidad, así como los intentos
de sus padres para rehabilitarla; concluye con un evento de aceptación y “normalización”
de la deformidad. Un final feliz. Entretanto, Nettel refiere el despertar de su
sexualidad; las ideas, prejuicios y taras afectivas del grupo de “adultos
contemporáneos” que vivían al sur de la ciudad de México en las décadas de
los setenta y ochenta en un ambiente de convivencia de personas provenientes de
diferentes países, pero con el común denominador de aproximarse a la vida de
manera más o menos abierta y desde una postura “progresista”, de “izquierda”;
el proceso de separación de sus padres; el encarcelamiento de él y el viaje a
Francia de su madre para realizar estudios de doctorado, así como su posterior
reunión con ella; la relación con su abuela materna mientras sus padres están
ausentes; sus primeras amistades y exploraciones afectivo-sexuales; así como el
consumo de drogas, entre otras situaciones que conforman el repertorio completo
de eventos que se espera viva una niña del contexto clasemediero de Nettel.
El relato es, sobre todo, la narración enfáticamente
subjetiva de la vivencia de ser una niña y joven distinta a la mayoría de las
que residen en los lugares donde está la autora y que, además, no cumple con
las expectativas de sus familiares.
Disfruté la lectura por el género del libro y la manera
en que Nettel presenta la narración, pero también por su elegancia y sobriedad
estilística, así como por la mirada de entomóloga con la que la autora describe
su infancia y adolescencia. Sin embargo, sale debiendo si lo comparo con otros libros similares que he leído. Le faltan,
por ejemplo, ese tipo de imágenes poderosas que transmiten sensaciones vivas que
presentan Juan José Arreola en Memoria y
olvido (el borrego negro que se le acerca cuando aún no aprende a caminar, mientras
su madre lo deja sentado en el piso de tierra, provocándole un terror que
perdura siete décadas después; o bien, la sensación oceánica de movimiento y
pequeñez que causa en él la respiración de su madre mientras están acostados
juntos, cuando él tiene apenas un par de años de vida) o Elías Canetti en La lengua absuelta (la aprensión de que el
amante de su nana le corte la lengua si menciona que estos se ven a escondidas).
También carece de la fuerza expresiva de las autobiografías precoces de Salvador Elizondo y Juan García Ponce;
no se diga –a pesar de la deformidad que padece de nacimiento- de la narración
sabrosa de eventos trágicos y a veces rocambolescos que vive sobre todo el
primero. Además, terminé El cuerpo en que
nací sin subrayar nada ni tomar apuntes. Me llama la atención que –a pesar
de resultarme disfrutable- su estilo es lejano al de la artesana de frases que
construye una por una de sentencias memorables sus relatos; en este sentido,
Nettel es una escritora ubicada en las antípodas de la aforista.
El cuerpo en que nací es un libro que compré con muchas expectativas y que
disfruté mientras leía, pero creo que no voy a releerlo pronto ni sería el
primero que recomendaría a una persona que me pidiera que le sugiriera una obra de ficción autobiográfica.
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