domingo, febrero 24, 2013

Estás pendejo si crees que voy a permitir que estudies eso


Estás pendejo si crees que voy a permitir que estudies eso, dijo. Lo conocí cuando yo tenía alrededor de cinco años de edad (creo), pero casi alcanzaba los 18 cuando me expresó eso.

Nos veíamos un día a la semana, usualmente los domingos. Al principio, nuestra actividad principal era ir a los partidos de las Chivas. Él pasaba por mí a casa muy temprano, íbamos juntos a sus visitas médicas y de ahí al estadio Jalisco. En aquel entonces él era internista en el IMSS, pero atendía algunos pacientes en hospitales particulares. Los enfermos solicitaban atención en el Instituto, pero por su poca capacidad resolutiva optaban mejor por internarse en una clínica particular --casi siempre de mediana calidad. Él se ofrecía a darles seguimiento en el lugar que estuvieran a cambio de un pago, muchos pacientes aceptaban. Así que todos los domingos en la mañana (y otros días) iba a visitarlos para conocer su evolución.

Mientras él entraba a sus consultas yo lo esperaba donde se podía: cuando el hospital tenía cafetería, me daba unos pesos para comprarme una bebida azucarada, me sentaba en la mesa más aislada que encontraba a leer el periódico que él me entregaba, o bien, a ver la televisión del lugar sorbiendo mi trago; a veces me quedaba en una sala de espera repleta de dolientes y familiares donde repetía esta actividad entre quejidos y olores extraños, pero sin bebida; sin embargo, la mayoría de las ocasiones lo esperaba en su auto: bajaba los cristales de las ventanas, acomodaba el asiento del copiloto con una inclinación de reposo más o menos acompasado, sintonizaba Canal 58 (impaciente por escuchar la transmisión previa del partido que iniciaba desde las nueve de la mañana) y ojeaba su diario. Cuando me entumía, subía el volumen, me bajaba del auto y me sentaba en banqueta a esperar. Recuerdo hospitales en zonas de la ciudad tan disímbolas como la popular colonia donde estaba el templo de la Luz del Mundo (“brodis” les decía) o de la zona más fresa de Plaza Patria en Zapopan, pasando por varios estratos intermedios.

Del hospital nos íbamos al estadio. Ahí, él me compraba una bolsa de papas fritas caseras de tamaño extra grande, una Coca Cola familiar que me servían en un vaso más voluminoso que lo que mis manos podían manipular con agilidad y me entregaba un mini walkman, de tal manera que pudiera escuchar por radio la transmisión del partido mientras lo veía. Al finalizar el juego me lo retiraba y guardaba en la guantera de su auto hasta el siguiente partido.

Había ocasiones en que no lograba concluir sus visitas hospitalarias antes del partido, así que teníamos que continuar el recorrido después del juego. Ese horario era complicado por el calor que suele hacer en Guadalajara en las tardes, incluso a la sombra. Lo esperaba en el auto con alguna desesperación, recuerdo ocasiones en que tardó horas en regresar. Un par de veces, su esposa de ese entonces tuvo que ir por mí para llevarme a casa de mi madre porque él tardaría aún más en desocuparse. Me imagino que debió ser complicado tener que atender a un enfermo en crisis mientras un niño te espera solo en el auto.

Los domingos que no había partido de las Chivas (un fin de semana les tocaba ser locales y el siguiente visitante), íbamos al café Azteca. En lugar de ver fútbol, jugábamos ajedrez. Concentrados. En silencio, por supuesto. El protocolo era pedir café, disputar una partida inicial, ordenar el desayuno al concluirla y leer el periódico mientras ingeríamos nuestros alimentos. Esta última parte era complicada porque intercalábamos secciones y a él no le gustaba que leyera ninguna antes porque --decía- las desordenaba. O algo así. No recuerdo cómo lo solucionábamos, pero sí la objeción. Al terminar los alimentos, pedíamos una ronda adicional de café y echábamos otras dos partidas. La duración de esta dinámica era increíblemente parecida a la del domingo de fútbol.

En aquel entonces, estas rutinas me parecían de lo más disfrutable. Creo. Casi podría decir que aprendí a ser un lector funcional en esas salas de espera y en el asiento de copiloto. Pasé de interesarme sólo en la sección de monitos a centrar mi atención en las columnas de opinión. Por esos tiempos, Guadalajara tuvo su primer diario moderno: Siglo 21. La sección de monitos era La Mamá del Abulón y estaba lidereada por los heterodoxos Jis y Trino, mientras que la sección de opinión tenía a autores impensables para el rancho que era esa ciudad en aquel entonces: Paz, Savater o Monsiváis, entre otros. Durante años conservé montones de ejemplares de La Mamá del Abulón que guardaba apilados en mi closet (para mi enojo y desesperación, más de una ocasión Juana, la trabajadora doméstica, los utilizó para limpiar ventanas). Tal vez exagere si digo que una parte de mi educación sentimental se la debo a las tiras del Santos y la Tetona Mendoza o a las caricaturas experimentales de Jis, pero me da un orgullo raro pensar que así fue. También recorté centenas de columnas de opinión que subrayaba con plumas de colores y ordenaba temáticamente en folders para después releerlas e intentar descifrarlas mejor. Con el tiempo, agregué suplementos literarios como La Jornada Semanal, Sábado o Babelia. Recuerdo con particular exaltación un poema sobre las masacres de exterminio en la guerra de Croacia/Serbia/Bosnia-Herzegovina que tradujo José Emilio Pacheco y que mi mamá encontró sobre mi escritorio. Se ofendió muchísimo por lo que decía y me exigió que dejara de leer esas cosas. No lo hice, por supuesto. Cuando me mudé de Guadalajara a la ciudad de México, mis colecciones se fueron a la basura. Yo mismo las tiré.

En la radio aprendí a sopesar el trabajo de periodistas deportivos que con el tiempo tuvieron exposición nacional: Emilio Fernando Alonso o David Medrano Félix, por ejemplo, pero también recuerdo con entusiasmo las crónicas vertiginosas de Adán Vega Barajas, los comentarios en tono erudito de Octavio Hernández Romero o las estadísticas de Ernesto López Mota. Al día de hoy, sigo buscando las columnas de David Medrano en Récord o prefiero las transmisiones por televisión en las que aparece (las de TV Azteca, ni modos). Sigo escuchando los programas de radio de Guadalajara, por cierto. Los dos podcast que frecuento de manera regular son Déjalo Sangrar del Che Bañuelos y La Chora Interminable con Jis y Trino, ambos se transmiten por Radio Universidad de Guadalajara y los bajo por internet.

Con la rutina futbolera de aquellos días me hice adicto a las papas fritas con limón, sal y mucha salsa Valentina, así como a beber Coca Cola. Ver el fútbol acompañado de cerveza y botana es uno de mis placeres solitarios más disfrutables. Por cierto, aún sigo --con desesperación e incredulidad- los partidos de las Chivas por televisión. Fui uno de los pocos zonzos que contrataron su servicio de streming cuando dejaron de transmitirlos por televisión abierta.

El café y las cafeterías se volvieron una rutina básica en mi vida. Es impreciso decir que soy adicto al café, pero lo bebo como si lo fuera. Prefiero el negro, largo y sin adimentos. La extracción con máquina a presión (¿así se dice?) es mi predilecta. Desprecio un poco --sólo un poco- las extracciones con chemex, dipper, sifón o similares. Una de mis alegrías recientes fue encontrar una minicafetera a presión de precio accesible que puedo usar en casa: adiós a las Bialetti y a las cápsulas, hola a los expresos largos decentes. He pasado muchísimas horas leyendo solo en cafés, leyendo acompañado en cafés, estando en cafés. Son uno de los espacios públicos en los que me siento “cómodo” cuando son a la usanza de “los viejitos”. En Guadalajara me hice parroquiano del D’val, después de pasar muchas horas en el Madoka, Madrid y la vieja Estación de Lulio; en el DF me ha costado trabajo encontrar alguno equivalente que esté razonablemente cerca de casa, pero he encontrado algún consuelo en el Jekemir, La Selva o la cafetería de la tradicional librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Cuando llegué a la Ciudad en 2006, mi refugio era La Blanca que, desde entonces, ya estaba venida a menos. Prefiero las cafeterías sin glamour, cualquiera donde sea menos probable que encuentre personas que soliciten un cortado con leche light deslactosada de almendras y shot de vainilla.

En fin. Todo muy pintoresco y simpático si elijo recordarlo de esta manera o detengo el relato por aquí. Pero, la verdad, es que con el tiempo terminé enojándome con él y desilusionándome con el tipo de interacción que teníamos. Al punto que en el 2000 interrumpí el contacto por decisión propia.

Primero, con poca distancia, pensaba en él con desesperación y alguna exaltación. Ahora, con más tiempo de por medio, lo recuerdo con lástima y lo interpreto más o menos así: en aquel entonces, yo era un niño que no se daba cuenta cabal de qué pasaba y él un adulto que sólo por eso podía definir el marco de nuestra relación. Yo aceptaba el trato que me daba como “lo” que era. No tenía capacidad ni herramientas para entender otra cosa, mucho menos para proponer algo distinto. Al paso de los años, y ya con alguna capacidad para elaborar esas experiencias, veo en él a una persona con deficiencias afectivas, con dificultades para intimar, con miedo a tratar con un niño y después con un adolescente. Nuestra rutina de los domingos también podría leerla como el despliegue de un no-tan-elaborado dispositivo para evitar establecer una relación de intimidad conmigo. En particular, para disminuir al mínimo la posibilidad de hablar entre nosotros. El esfuerzo que él hacía cuando estábamos juntos, ahora me parece que era una estrategia para evitar que hablara(mos): me ponía a leer, comer o beber y, para disminuir las chances de cualquier conversación, además me ponía a ver el fútbol o a jugar ajedrez. Raro. ¿Raro? Puedo entender que él tuviera sus propias dificultades de vida, sus propias carencias afectivas. Todos las tenemos. Creo. No sé bien cuáles hayan podido ser las suyas, pero me queda claro que las pagábamos parcialmente quienes no las debíamos. Quienes no las podíamos.

Una de las primeras ocasiones que intuí que algo podía no andar tan bien fue uno de esos domingos en que íbamos al estadio. Para entonces, yo tendría alrededor de 17 años y, mientras esperábamos a que el semáforo cambiara a verde, en el cruce de la Calzada Independencia y Monte Athos, me preguntó qué quería estudiar. Me tomó por sorpresa. Me puso nervioso. ¿Por qué me preguntaba cosas así de personales?, ¿cuál era la respuesta correcta?, pensé, ¿qué es lo que querrá que le diga? Mi respuesta fue completamente honesta: le dije que estaba indeciso entre filosofía y psicología. Le explique que creía que me gustaría ser psicoanalista, por lo que tal vez lo mejor sería primero estudiar psicología y después especializarme en ese ámbito. No tuve oportunidad de manifestarle por qué mi otra opción era filosofía, pues su respuesta fue --palabras más, palabras menos- un “estás pendejo si crees que voy a permitir que estudies eso”. Él quería que fuera economista. La verdad es una opción que ni siquiera había sopesado, pero la manera en que reaccionó a mis incipientes preferencias provocó que la rechazara sin siquiera pensarlo. De acuerdo con él, esa era la única disciplina en la que podría encontrar trabajo y mantenerme por mí mismo.

En ese momento no supe cómo reaccionar y él insistió poco mientras íbamos en el auto, pero el tema ya estaba sobre la mesa y regresó a él durante varios fines de semana. De diferentes maneras y en distintos momentos me desalentó para estudiar las carreras que yo prefería e intentó exaltar la economía. El resultado del “estira-y-afloja” fue que opté por una solución intermedia que no era lo que ninguno de los quería: sociología. Por decirlo así, ninguno obtuvo lo que quería, pero tampoco lo que no quería. ¿Raro? Raro.

Con el tiempo me he ido dando cuenta que esa conversación de varias semanas con él influyó en mí de una manera que no vislumbraba. Una parte del tipo de sociología en la que me he terminado especializado es parecida a la economía: trabajo con encuestas y uso la econometría de manera más o menos profusa, algunos de los supuestos en los que se basa mi aproximación analítica se acercan a la teoría de la acción racional, el paradigma epistemológico general en el que se inscriben mis investigaciones es más cercano al pospositivismo que al posmodernismo. Mi tesis de doctorado, por ejemplo, es sobre las consecuencias de la pertenencia de clase en la precariedad laboral de las personas en México entre 1992 y 2016. La aproximación conceptual es la teoría de la estratificación en su vertiente weberiana que enfatiza el individualismo metodológico. Para elaborarla, utilicé todas las encuestas de ingreso y gasto de los hogares disponibles entre esas fechas y estimé modelos de regresión multinivel tanto por mínimos cuadrados como logísticos. Esto quiere decir algo así como que mi manera de hacer sociología es parecida a la economía. Es como si la demanda que él me hizo hace más de veinte años se hubiera filtrado de manera silenciosa en mi manera de ver la sociología y, poco a poco, sin darme cuenta, hubiera ido tomando decisiones que --sin dejar la sociología- se acercaban a su deseo. En el largo plazo ajusté mi forma de hacer sociología a su demanda.

Otra cosa simpática que me sorprendió hace poco es que terminé trabajando en la UAM-X. Cuando él me intentaba convencer de estudiar economía, una de sus estrategias fue proponerme emigrar de Guadalajara a la ciudad de México para asistir a esta universidad. En aquel entonces yo participaba de manera activa en el movimiento filozapatista, así que con frecuencia viajaba al DF y a Chiapas para apoyar al EZLN en actividades políticas. Algunos de mis amigos de ese tiempo eran alumnos de la UAM-X y él pensó que este podía ser un anzuelo. Me contó la historia de la UAM, cómo su plan de estudios era diferente a otras universidades, su orientación social y me ofreció apoyarme económicamente para que pudiera vivir en la ciudad de México. No acepté, por supuesto. Sin embargo, casi veinte años después, se me presentó la oportunidad de una plaza como profesor asociado de medio tiempo ahí y la tomé. Uno de mis temores era no encontrar trabajo como académico al terminar el doctorado, pues tengo varias desventajas frente a otras personas: lo voy a concluir “grande” (tengo compañeros que tendrán el grado siendo diez años menores que yo) y no tengo un “perfil SNI” (muchas publicaciones científicas, experiencia docente, formación de recursos humanos), así que esta parecía una buena oportunidad. La persona que coordinaba la maestría en políticas públicas preguntó a sus conocidos sobre una persona con mi perfil y uno de nuestros amigos en común nos puso en contacto. Me puso sobre aviso de la convocatoria, me inscribí, concursé y gané. El pago era propio de un contexto precario, pero podía comenzar a acumular una valiosa experiencia como docente. Un buen día, mientras esperaba a que mis alumnos terminaran un control de lectura, me “cayó el veinte” de que, de alguna manera, estaba cumpliendo el deseo de él: estaba en la UAM-X.

Lo ridículo de esto es que hace 19 años que no lo veo. Dejé de tener contacto con él desde el 2000. Sin embargo, sus demandas han estado presentes en mí ya sin él. Ahora estoy a unas semanas de doctorarme como sociólogo. Bien visto (o algo), mi grado como doctor puede entenderse como la culminación de un ciclo de dos décadas. Un periodo que inició con ese “estás pendejo si crees que voy a permitir que estudies eso” y que concluye con la defensa pública de una tesis de sociología cuantitativa, ya sin él. Con la obtención del grado cumplo con su deseo, satisfago su demanda. Ahora puedo, por fin, estudiar lo que a mí me interesa: psicoanálisis. ¿Puedo?

jueves, enero 24, 2013

miércoles, enero 23, 2013

Sinopsis

Mi vida como un perro


Ingemar en Mi vida como un perro

Mi vida como un perro (Suecia, 1985) es una película amablemente melancólica. Lasse Hallström (Estocolmo, 1946) --el director- relata la historia de Ingemar, un niño en el umbral de la adolescencia, quien enfrenta el proceso de pérdida de su madre. El relato está ambientado en una ciudad sueca durante la década de 1950 y da cuenta, desde el punto de vista enfáticamente subjetivo de Ingemar, de cómo vive la enfermedad de su mamá, la separación de ella, su hermano y perro debida a que lo envían temporalmente a ser cuidado por familiares que viven en un pequeño pueblo alejado y, finalmente, su fallecimiento (de su mamá). En el transcurso de un año vemos cómo Ingemar percibe estos acontecimientos, así como una serie de eventos propios tanto del duelo como de la transición a la adolescencia. El resultado es una lograda y conmovedora película de iniciación.



La cruz del sur


Patricio Guzmán en la filmación de La cruz del sur

La cruz del sur (Chile, 1991) es el documental –enriquecido con elementos de ficción- con el que chileno Patricio Guzmán (Santiago, 1941) reflexiona sobre la visión del mundo contemporánea de algunos pueblos originarios de América Latina, a propósito de los 500 años de la llegada de los europeos al continente. El documental inicia con una representación simpática (y un tanto imprecisa) de códices indígenas y crónicas de los evangelizadores en los que intenta recrear elementos del encuentro de los nativos con los españoles. Esta puesta en escena inicial es el punto de referencia para, con una elipsis de casi 500 años, dar cuenta de la religiosidad y algunos elementos de las condiciones de vida actual de tres grandes pueblos de América Latina (mayas, quechuas y afrodescendientes), así como de un movimiento católico de dimensiones regionales que se encontraba vigente aún en la década de 1990: la teología de la liberación. Apoyándose en flashbacks falsos a representaciones de las crónicas, así como en entrevistas a personajes prototípicos de cada región (militares, sacerdotes populares y teólogos), Guzmán recorre de norte a sur la zona mesoamericana (México y Guatemala), el Perú y Brasil para describir elementos del sincretismo resultante del choque entre cosmovisiones que inició en 1492. El resultado es un documento pintoresco que, sin embargo, no logra atisbar los eventos políticos con los que los pueblos indígenas "celebraron" unos años después el "encuentro de dos mundos".


Do the right thing

 Giancarlo Esposito como Smiley en Do the right thing

Spike Lee (Georgia, 1957) produjo, escribió, dirigió, actuó y compuso parte del soundtrack de la película, así que –con toda justicia- puede decirse que Do the right thing (Estados Unidos, 1989) es su puesta en escena. En ella relata, con minuciosidad de entomólogo cinematográfico, lo que sucede en una calle de Brooklyn durante doce horas de un sábado que es descrito como el día más calurosos de 1989.

En principio, podría decirse que la narración de Do the right thing es fragmentada. A través de viñetas de personajes, Lee presenta a muchas de las personas que viven en una calle de Brooklyn. Sin embargo, gracias al vertiginoso ritmo de montaje, lo que al inicio es un mosaico de personajes termina sintiéndose más bien como un ágil y poderoso flujo. Después, este cauce tiene un par de remansos a lo largo de las casi dos horas que dura la película en los que confluyen los caminos –o personajes, en este caso- que Lee ha ido delineando. Estos remansos en los que convergen todos los personajes describen elementos clave de su interacción conjunta que permiten entender mejor qué es lo que pasa en la calle entre afrodescendientes, latinos, italoaméricanos, estadounidenses sajones y hasta coreanos.

La película comienza con una introducción en la que se escucha completa Fight the power de Public Enemy mientras Tina –uno de los personajes secundarios que se presentarán adelante- la baila furiosamente. Esta canción da las claves para entender la historia porque su letra sintetiza buena parte de lo que Lee representará. Un fragmento de la letra dice “Elvis was a hero to most / But he never meant shit to me you see / Straight up racist that sucker was / Simple and plain / Mother fuck him and John Wayne / 'Cause I'm Black and I'm proud / I'm ready and hyped plus I'm amped / Most of my heroes don't appear on no stamps”.

Después, a través de viñetas, Lee va presentando personaje por personaje. Esta manera de mostrarlos es relevante porque parecería que cada uno de ellos representa algo más que su propia individualidad. Además es pintoresca, provoca que sea fácil identificarse con todos y cada uno, así como entender su posición en la calle. Inicia con Mister Señor Love Daddy, quien es un locutor de radio, y The Major, quien es un viejo borrachín. Ambos fungen en la película como una suerte de comentarista que –de diferentes maneras- van glosando lo que sucede. The Major tiene una escena clave en la que le dice a Mookie “dotor, always do the right thing”. Es decir, su personaje cumpliría una función parecida a la de ciertos ciegos en las tragedias griegas: encuadrar lo que está pasando y señalar el inevitable destino al que se dirige la historia. Mother Sister es otro personaje con una función similar que se introducirá más adelante.

Enseguida, Lee presenta a Smiley, quien es otro de los personajes importantes, a pesar de aparecer poco. En su primera intervención, Lee lo muestra vendiendo fotos de Martin Luther King y Malcom X. Apoyándose en un contrapicado, Lee aprovecha la presentación de este personaje para establecer lo que será una suerte de tensión discursiva subyacente a lo largo de la película: la visión estrictamente pacifista de Luther King contra la más crítica de Malcom X. Quien haya visto otras películas suyas, sabrá que el punto de vista de Lee es más deferente con el segundo que con el primero.

Después está Mookie, quien es el personaje interpretado por el propio Spike Lee y quien articula en buena medida la estructura visual de la película. Él es un afrodescendiente que es pareja de Tina, una mujer de ascendencia puertorriqueña con quien tiene un hijo, y trabaja como repartidor en la pizzería de Salvatore. Éste, con sus hijos Pino y Vito, tienen un negocio de comida italiana. En su primera escena también entendemos lo básico de cada uno de ellos: Vito se muestra enojado desde el principio y explica que percibe el barrio como una enfermedad; Salvatore le responde a su hijo que lo que le escucha es odio y en su desesperación con él remata: “I’m going to kill somebody today”.

Más adelante Lee presenta a Radio Raheem, quien es un joven también afrodescendiente que recorre las calles con su grabadora reproduciendo a Public Enemy a todo volumen. Como con Smiley, Lee se apoya en encuadres contrapicados e inclinados para mostrarlo. Su personaje también tiene algo de prototípico, de sibila del Brooklyn que lleva el mensaje de la negritud por las calles.

Finalmente, está Buggin Out. Él es un personaje más bien soso. Carece del carisma de Mookie, la gracia de Radio Raheem o la antipatía de Pino. Es impertinente, molestón, pero central para el argumento discursivo de Lee: en un espasmo de lucidez, tiene la capacidad para identificar lo problemático del orden simbólico del espacio central de la calle (la pizzería) y después la tozudez necesaria para señalarlo hasta provocar el desenlace de la película. Siguiendo el encuadre que marcó Fight the power desde el inicio, Buggin Out observa que en la “pared de la fama” de la pizzería de Salvatore no hay ninguna imagen de negros, sólo italoamericanos. ¿Por qué si están en un barrio fundamentalmente de afrodescendientes no hay ninguno?, ¿por qué no pueden tener un lugar ahí si todos los ingresos del negocio provienen de negros? Los únicos italoamericanos de la calle son Salvatore y sus hijos, pero también son los únicos que están representados en el espacio central de lo simbólico.

En lo que sigue, Lee representa de manera casi simpática la compleja diversidad de la calle: niños, jóvenes y viejos, parejas interraciales, tensiones homoeróticas y personajes con diferentes orígenes étnicos. En uno de los “remansos” –esas escenas en las que participan todos los personajes- Lee muestra en soliloquios a una persona de cada una de las nacionalidades que viven en la calle expresando los prejuicios sobre los otros (tesis); en otro los vemos a todos conviviendo en la calle de forma gozosa (antítesis) y en el último el alboroto que provoca el desenlace de la película (síntesis): ante el reclamo de Buggin Out que recluta a Radio Raheem y Smiley de incluir afrodescendientes en la “pared de la fama” las cosas se “salen de control”, crecen y terminan en el asesinato abusivo de Radio Raheem por parte de policías y la reacción que provoca el destrozo del negocio de Salvatore por parte de los negros.

Diría que en esta escena está sintetizada la idea que Lee discute en la película: Buggin Out cuestiona el orden simbólico (la “pared de la fama”) y como consecuencia es expulsado del espacio social (la pizzería), Radio Raheem que es quien lleva la voz crítica de los negros (Public Enemy en su grabadora) es primero silenciado (Salvatore destroza su grabadora) y luego asesinado por un policía blanco que se excede en sus funciones, Mookie (Spike Lee, el director) hace lo correcto e inicia el disturbio, Smiley resuelve la tensión entre Martin Luther King y Malcom X e incendia el lugar, Salvatore pierde su negocio pero lo tiene asegurado, así que recuperará su dinero. La forma en que se presenta esta escena invierte elementos de la narración visual previa, pues Lee ya no muestra a Buggin Out, Radio Raheem y Smiley con encuadres en contrapicado, sino en picado.

Hacia el final, Lee explica que la tensión no es de los negros contra las otras razas, sino de los “otros” y excluidos contra los blancos dominantes: durante el disturbio, después de destruir la pizzería, los negros están a punto de vandalizar el negocio del coreano. Sin embargo, éste se defiende y los disuade explicándoles que él también es negro, él es como ellos.

El resultado es una notable puesta en escena de Spike Lee en la que no sólo da cátedra de narración cinematográfica, sino que (re)presenta una contundente denuncia política. 


Uncut Gems

‪¿The Irishman te pareció larga? ¿Sus diálogos interminables y sus planos fatigosos? ¿Te desespera esa arrogancia de Scorsese de exigir poner atención en todo para entender de qué se trata la película, de querer hacerte pensar? Entonces, Uncut Gems (Josh y Bennie Safdie, Netflix, 2019) puede ser la película de Netflix para ti. ‬

‪Uncut Gems es la historia de Howard Ratner (Sandler), un judío de 48 años que vive en Nueva York y se dedica 🤷🏽‍♂️ a la compra-venta tanto de piedras preciosas como de joyas. Además, es adicto a las apuestas en partidos de básquetbol. ‬

‪El relato transcurre más o menos a partir del 5 de marzo de 2012 y se desarrolla de manera casi lineal entre un viernes y un lunes. Consiste en el periplo final que Ratner sigue para pagar la deuda que tiene con Arno, su yerno. Cada vez que está cerca de pagarle o abonarle una buena suma, se le cruza una nueva apuesta a la que le entra de manera impulsiva e instintiva. La intensidad del reclamo para que pague aumenta conforme avanza la narración y la ansiedad del personaje principal lo hace en consonancia. ‪El relato está centrado en Ratner, aunque más de uno es interesante, no se desarrolla la historia de ningún personaje secundario. Hay un solo personaje y una única trama. El final tiene un pequeño giro inesperado que se agradece: cuando parece que la historia es otra más en la que el personaje principal se sale con la suya, quien termina ganando es otro personaje secundario inesperado. ‬

Creo que lo interesante de la película no está en el relato (la historia es más bien convencional), sino en el ritmo de montaje que es vertiginoso: corte, corte, corte cada vez más rápidos y breves, siguiendo la manera en que va agitándose Ratner. Conforme avanza la película, y se incrementa su tensión, desaparece la cámara fija. Aumentan los breves primeros planos, los planos-contraplanos casi instantáneos. Los movimientos de la cámara al hombro que lo siguen mientras camina son cada vez más bruscos y dan giros que casi marean. Ademas, de principio a fin, muchos de los personajes gritan y hablan al mismo tiempo. Me da la impresión de que el editor de Transformers estaría orgulloso del de Uncut Gems.

‪Entonces, ¿es también como 1917 que parece un videojuego? No, más bien diría que (además de seguir la exaltación anímica y mental de Ratner) la película tiene forma de un ópalo lleno de brillos que te impiden perder la atención: hay montones de lucecitas que cambian de color de manera continúa y otros que resplandecen al mismo tiempo, de tal manera que en ningún momento puedes distraerte porque siempre hay un reflejo del espejito robando tu atención (aunque tu capacidad de concentración sea mínima).‬

La actuación de Sandler es interesante porque su personaje y el relato no son los propios de las comedias románticas con las que se le suele asociar. No es la primera vez que lo hace, en su haber tiene —ni más ni menos- una participación con el mismísimo P.T. Anderson (_Punch drunk love_, finísima).


‪Por último, un par de detalles divertidos: la película termina durando más de dos horas y —qué le hacemos- Scorsese es uno de los productores. 😂