miércoles, diciembre 01, 2010

Un bistrot en Bucerías


Visité Bucerías –un pueblo de Bahía de Banderas en Nayarit, cercano a Puerto Vallarta- en enero de 2013. Una de las sorpresas que me llevé es que, contrario a mi prejuicio, una buena parte de los turistas y extranjeros que pasan varios meses ahí no son gringos (tampoco chavitos con vocación de fiesta como los de Puerto Vallarta o surfeadores como los de San Pancho o hippies como los de Sayulita: los más portan canas, tintes y arrugas).

Parece, además, que una proporción no menor de quienes eligen vacacionar en este pueblo son francoparlantes. En mis paseos fue más o menos común escuchar a personas hablando exaltada pero quedamente en francés, encontrar banderitas québécois en restaurantes, algunos negocios atendidos aparentemente por canadienses (Le Provence) y otros que ofrecen crepas y quiche “como en Francia” pero que son atendidos por mexicanos (Casa Triskel).

Entre los que visité, hay dos que me entusiasman. Uno de ellos es Le Bistrot, un restaurancito de comida francesa tradicional. El lugar está en la calle Galeana, a unos metros de su cruce con Lázaro Cárdenas –una de las vías paralelas al mar y que, más o menos, atraviesa de lado a lado Bucerías-, adelante de El Brujo –un popular restaurante de mariscos. En la entrada no hay un letrero vistoso que permita identificarlo rápidamente, lo más cercano es un pizarrón negro y grande en el que está escrito con tiza el menú del día.

Al entrar, uno se encuentra de frente con una barra para tres personas tras la cual está la pequeña cocina en la que, siempre circunspecto, el chef –quien también es uno de los dueños- prepara los alimentos. A la derecha, otra barra igual de pequeña en la que se sirve café y otras bebidas; a la izquierda, una terraza semicubierta con seis mesas de madera y sillas de bejuco en medio de las cuales hay un frondoso árbol. Esta parte es atendida por la sonriente anfitriona y también dueña. En las paredes hay cuadros alusivos a Francia y al café; una de ellas tiene un elegante pizarrón negro y vertical en el que día a día escriben el menú. Es decir, la decoración es más bien convencional, no obstante, conforme el espacio oscurece y es iluminado por pequeñas velas, logra transmitir una sensación de intimidad compartida.

En el par de visitas que hice, sin preguntar gran cosa, me enteré que los dueños son una pareja de franceses proveniente de un pueblo cercano a los Alpes, casi en el límite de la frontera con España. Llegaron a residir a Bucerías hace aproximadamente siete años, aunque a México lo conocían desde antes, pues el padre de ella solía vacacionar en Los Cabos, Baja California Sur desde hace décadas y en muchos de estos viajes se hacía acompañar de su familia. Por ello, la primera vez que ella visitó nuestro país fue cuando era niña, acompañando a su papá. Además, por esta misma razón, estuvo México en numerosas ocasiones y aprendió un "español ranchero" que ahora habla de forma clara, tierna y acentuada. Sólo en ocasiones se desliza algún énfasis de más o de menos que delata que esta no es su lengua materna.

Cuando los dueños del bistrot decidieron que querían salir de Francia se plantearon dos opciones: emigrar a un país de África o a México. Optaron por el segundo luego de visitar Puerto Vallarta en un viaje que originalmente estaba circunscrito a Los Cabos.

Esta es la segunda ocasión en que intentan establecer su negocio. Tienen dos años con Le Bistrot y, para mi gusto, parece un restaurante ya plenamente conformado, autentico y con personalidad propia: para empezar, es el único bistrot en el pueblo, al menos de acuerdo con lo que conozco Bucerías; aunque de manera acompasada, cambian el menú diariamente, lo que invita a encontrar una sorpresa gastronómica en cada visita; exhortan a los clientes a llevar su propio vino para descorcharlo ahí, lo que puede ser un albur porque uno no sabe si va apetecer un platillo que haga maridaje con un carmenere o con un sauvignon blanc; la atención no es la amabilidad indiferente de un negocio en el que se trabaja, sino la amabilidad sencilla y, a ratos, atareada pero entusiasta del negocio que se tiene y atiende por gusto.

Otro elemento pintoresco es que la dueña no habla muy bien inglés. Sufre cuando recibe comensales gringos que no saben español, pues no logra explicarles con claridad cuál es el nombre de los platillos y los ingredientes que contienen. En mi primera visita me tocó ver la desesperación de un norteamericano de unos setenta y cinco años de edad que no escuchaba muy bien y al que además irritaba el esfuerzo de la anfitriona por hacerse entender con mímica (eso sí, sin dejar de sonreír); también el alivio divertido de la anfitriona al darse cuenta que otros clientes, aunque provenientes de Estados Unidos, sí hablaban francés y no tendría que repetir las señas y gestos de la otra mesa.

Todo lo que comí me gustó. En mi primera visita pedí una sopa de cebolla gratinada que fue, tal vez, lo más sabroso que probé durante toda mi estancia en Bucerías. Cometí el error de pedirla de nuevo en la segunda ocasión: aunque más que decorosa, la calidad del pan y del gratinado no fueron tan buenos como la primera ocasión. Los platos fuertes que probé fueron un pescado con “aromates” (blanco, relleno de alcaparras, jitomate seco y no recuerdo qué más cositas), acompañado de ratatouille, ensalada verde y una copa de chardonnay; así como un coq au vin que, según me explicó la anfitriona, es una suerte de caldo de pollo preparado con vino tinto de burgundy, zanahoria, champiñones, pimienta y ajo que acompañé con un par de copas de beaujolais que adquirí en una tienda departamental. De postre, probé una legítima crème brûlée.

En cada visita gasté alrededor de cuatrocientos pesos por persona, lo que me parece un precio justo considerando lo inesperado del bistrot, la amabilidad del espacio, el entusiasmo en el trato, lo sabroso de los platillos y que, a fin de cuentas, estamos en una zona turística dirigida a extranjeros.

Así que, si alguno de mis hipotéticos cuatro lectores pasa con hambre por Bucerías en su camino a Puerto Vallarta, no dude en detenerse para cenar en este buen lugar.

lunes, noviembre 01, 2010

Sábado 10 de diciembre


Como un tasajo vaquero en la Bella Lula. Solo. Es el restaurante chic-popular de comida oaxaqueña que, en principio, identifico por ella. Es, también, el establecimiento en Coyoacán al que venimos una tarde de fin de semana durante esa desagradable fase final de "estira-aprieta". Encuentro morbosamente placentero estar de esta manera aquí.

Como solo en un restaurante al que, sin embargo, siento que debería venir acompañado. Un negocio diseñado para ser visitado en compañía: no cualquier compañía: la del otro que puede ser el o la compañera sexual… aunque sea sólo en fantasía, en anhelo o en provocación. Un lugar para comer, compartir el trago, beber mezcal y “aflojar”.

Como un tasajo vaquero en la Bella Lula, decía. En los audífonos escucho la repetición sabatina de La Chora Interminable por Radio UNAM. El humor de Jis y Trino, pienso, es una de las constantes de “gusto” que me acompañan desde hace mucho tiempo; diecisiete años o más, tal vez. Me gusta que así sea. Mi favorito es Jis: disfruto más su trazo, su humor más elaborado y su pronunciada preferencia por lo erótico y sexual en combinación con elementos “místicos”. Que arrepentido estoy de haberme deshecho de mi ejemplar de Los Manuscritos del Fongus, uno de sus primeros libros; ahora lo atesoraría con orgullo y lo mostraría con entusiasmo a quien se dejara.

Ojeo, también, “la última entrevista” de Tomás Segovia –a Cristopher Domínguez Michel. Rápido identifico dos cosas que me agradan: su ensalzamiento de los cuadernos de notas como literatura, su relación intelectual subordinada con Octavio Paz y el humor con el que crítica ciertos nacionalismos (“...los que son españoles de manera tartamuda: España, España, España”).

Afuera, un marimbero toca La Llorona con destreza. Se me ocurre que tal vez me gustaría escuchar en vivo a Lila Downs. No es una cantante que me llame la atención por sí misma: su voz es linda pero no me invita a detenerme para apreciarla como la de –digamos- Lhasa o Ed Droste (el vocalista de Grizzly Bear), tampoco las canciones que interpreta son las que más me gustan. Me llama la atención, creo, por la imposibilidad de escucharla acompañado de ella, a quien sí le resultaba agradable. Quiero escuchar a Lila Downs en vivo por la nostalgia de (no) estar con alguien más. Pensar esto me provoca una sensación difusa que, pienso, podría describirla como de melancolía alegre. Me gusta.

En la televisión “el derby”: Barcelona contra Real Madrid. Mientras escribo esto, los catalanes anotan y empatan a un tanto a los madrileños. Debería darme gusto, pero me resulta más bien indiferente. Cuando era niño, visitaba a mi padre el fin de semana. Pasaba la noche en el sillón de lo que era una suerte de cuarto de televisión, frente a una sobria mesa de centro de cristal tras la cual había una de esas televisiones a las que había que mover la antena para sintonizar más o menos bien la señal y que –además- requerían girar una esforzada y sonora perilla para cambiar de canal. Aunque creo que no dormía en él, recuerdo estar recostado muy cómodo en un sillón de tela verde y rugosa que era surcado por tríos de rayas verdes y rojas; me gustaba. En mi recuerdo es de mañana. Tan temprano como para ser el único despierto. En la televisión veo un partido de fútbol: Real Madrid contra Logroñes. Hugo Sánchez mete un gol que exalta mi entusiasmo, pero estoy solo. Entonces, mi entusiasmo es sólo social y alrededor hay silencio: no sé qué hacer con mi euforia. El sol entra agradablemente por la puerta-ventana lateral.

Como tasajo vaquero en La Bella Lula, decía, mientras pienso que sí, sí disfrutaría estar con ella aquí. Se me ocurre que podríamos compartir con gusto –al centro- un plato de gucamole picoso mezclado con un poco chicharrón, chapulines tostados y sazonados con chile seco molido, una tlayuda con asiento que tenga frijoles güeros bien refritos y mucho queso, plátano macho con frijoles y unas papitas cambray con un aceite rojizo (tal como las que comen el papá e hijo sentados en la mesa de al lado) y un mezcal acompañado de una Corona oscura helada mientras conversamos distraída y acompasadamente. El mezcal, considero, podría ser destilado en olla de barro, tal como el que bebí hace poco en Bósforo. 

Termino mi tasajo vaquero en La Bella Lula. Pido la cuenta. Camino.

lunes, octubre 11, 2010

Tres años y contando.

domingo, septiembre 05, 2010

Escenas triviales que me conmueven: Jack Bauer



Cuando Bauer asesina a la mujer que, a su vez, fue culpable de la muerte de la que él amaba. No todas las ocasiones en que esto sucede, que son numerosas a lo largo de la serie, sino sólo la de la última temporada.
El momento que me conmueve inicia cuando Bauer, después de varias persecuciones, alcanza a la villana y la domina físicamente. La caza, por decirlo de alguna manera. Está –por fin- a punto de asesinarla. Ella intenta negociar, le ofrece cosas que él, incólume, rechaza. Al final, ella pregunta, palabras más palabras menos, “entonces qué quieres, qué puedo darte”, Bauer –desolado, serio, agobiado, seco- responde: “nothing, nothing”. La asesina.
Es una escena muy convencional, más o menos repetitiva a lo largo de las temporadas, no particularmente bien actuada y narrada de manera estándar… pero me impresiona. La recuerdo con sorpresa. No, es más bien estupefacción. Asombro.
Creo que lo que provoca mi impresión es la identificación en Bauer de cierta mezcla de “amor” fuerte con una pareja a la que perdió irremediablemente, más una frustración inmanejable.

sábado, agosto 07, 2010

Guadalupe Nettel: El cuerpo en que nací


No recuerdo bien cómo supe por primera vez de Guadalupe Nettel. Supongo que fue a través de los comentarios escritos por David Miklos en su blog o por la crítica sobre alguno de los libros de Antonio Ortuño en las que también la mencionaban como una de las autoras mexicanas jóvenes notables.

En todo caso, estoy seguro que la ocasión en que ganó mi atención como personaje fue en la presentación de Dietario Voluble de Enrique Vila-Matas, realizada por ahí de 2008 en la librería Rosario Castellanos del FCE y en la que ella fue comentarista. Nettel me llamó la atención al punto que, en vez de acercarme al autor que motivaba la presentación para que me dedicara su libro, preferí comprar el de ella –Pétalos- y pedirle que me lo dedicara. Entonces estaba cariñosamente enamorado de una persona con quien habría querido estar mucho más tiempo, así que le solicité que escribiera algo para ambos. Así lo hizo. Un poco incómoda según recuerdo, un tanto sorprendida por la atención sobre ella y no sobre Vila-Matas (miento, no compré Pétalos en ese momento: lo llevaba desde casa con la intención expresa de que me lo dedicara; el libro que adquirí entonces fue el de Vila-Matas y, esto es cierto, contrario a lo planeado, no solicité que me dibujara en él uno de sus garabatos).    

El cuerpo en que nací es la tercera obra de Nettel que leo. Es uno de los tipos de libros que más disfruto: los autobiográficos. Está escrito de una manera que parece que la autora narra realmente su historia personal. Es decir, no transmite la impresión de ser una falsa autobiografía, ni la biografía novelada de un personaje creado ex profeso, pero con rasgos específicos que corresponden a la vida de quien escribe. La manera que la Nettel presenta su historia es a través del relato “filogenético” dirigido a su psicoanalista. De esta manera, cuenta una parte de su infancia y adolescencia bajo la forma de una reconstrucción terapéutica. El eje del relato es el conjunto de contratiempos que vivió en torno a un defecto de nacimiento en uno de sus ojos. La historia inicia con las dificultades, disgustos y desfiguros alrededor de la cercanía-distancia afectiva, social y física que le provoca su deformidad, así como los intentos de sus padres para rehabilitarla; concluye con un evento de aceptación y “normalización” de la deformidad. Un final feliz. Entretanto, Nettel refiere el despertar de su sexualidad; las ideas, prejuicios y taras afectivas del grupo de “adultos contemporáneos” que vivían al sur de la ciudad de México en las décadas de los setenta y ochenta en un ambiente de convivencia de personas provenientes de diferentes países, pero con el común denominador de aproximarse a la vida de manera más o menos abierta y desde una postura “progresista”, de “izquierda”; el proceso de separación de sus padres; el encarcelamiento de él y el viaje a Francia de su madre para realizar estudios de doctorado, así como su posterior reunión con ella; la relación con su abuela materna mientras sus padres están ausentes; sus primeras amistades y exploraciones afectivo-sexuales; así como el consumo de drogas, entre otras situaciones que conforman el repertorio completo de eventos que se espera viva una niña del contexto clasemediero de Nettel.

El relato es, sobre todo, la narración enfáticamente subjetiva de la vivencia de ser una niña y joven distinta a la mayoría de las que residen en los lugares donde está la autora y que, además, no cumple con las expectativas de sus familiares.

Disfruté la lectura por el género del libro y la manera en que Nettel presenta la narración, pero también por su elegancia y sobriedad estilística, así como por la mirada de entomóloga con la que la autora describe su infancia y adolescencia.  Sin embargo, sale debiendo si lo comparo con otros libros similares que he leído. Le faltan, por ejemplo, ese tipo de imágenes poderosas que transmiten sensaciones vivas que presentan Juan José Arreola en Memoria y olvido (el borrego negro que se le acerca cuando aún no aprende a caminar, mientras su madre lo deja sentado en el piso de tierra, provocándole un terror que perdura siete décadas después; o bien, la sensación oceánica de movimiento y pequeñez que causa en él la respiración de su madre mientras están acostados juntos, cuando él tiene apenas un par de años de vida) o Elías Canetti en La lengua absuelta (la aprensión de que el amante de su nana le corte la lengua si menciona que estos se ven a escondidas). También carece de la fuerza expresiva de las autobiografías precoces de Salvador Elizondo y Juan García Ponce; no se diga –a pesar de la deformidad que padece de nacimiento- de la narración sabrosa de eventos trágicos y a veces rocambolescos que vive sobre todo el primero. Además, terminé El cuerpo en que nací sin subrayar nada ni tomar apuntes. Me llama la atención que –a pesar de resultarme disfrutable- su estilo es lejano al de la artesana de frases que construye una por una de sentencias memorables sus relatos; en este sentido, Nettel es una escritora ubicada en las antípodas de la aforista.

El cuerpo en que nací es un libro que compré con muchas expectativas y que disfruté mientras leía, pero creo que no voy a releerlo pronto ni sería el primero que recomendaría a una persona que me pidiera que le sugiriera una obra de ficción autobiográfica.


domingo, julio 11, 2010


 incredulidad, negación, depresión, culpa, resignación; en riguroso desorden

viernes, junio 11, 2010

¿Entrada al desconcierto?

Si la salida de la escuela, el comenzar a desempeñar el primer trabajo formal, la primera unión conyugal y el nacimiento del primer hijo son el conjunto de eventos que caracterizan la entrada a la adultez, entonces, ¿cómo se le llama al estado que se caracteriza por el primer cambio de ciudad de residencia, la primera salida del posgrado y la primera separación de una relación conyugal “estable y duradera”? A mí no me pregunten. No lo sé y, desde anoche, ya no me interesa averiguarlo. 

lunes, junio 07, 2010

Distorsiones Gulliverianas

La mujer que frecuentaba se veía, después de un tiempo, más pequeña, predecible y limitada de lo que había percibido en un principio. 

Sobre el fin de la soltería, 
Phillip Lopate

viernes, mayo 28, 2010

Una forma de soledad: entusiasmarse con la nota técnica en la que una “investigadora” crítica durísimo y sabrosamente la metodología de una encuesta, pero no tener con quien comentarla (o, lo mismo pero de otra forma, que la persona con quien quieres comentarlo esté muerta).

sábado, abril 03, 2010

14

Más o menos desde marzo de 2009, todas las noches sueño lo mismo. Cuando digo lo mismo, no exagero ni hago reducciones: las escenas son exactas en su secuencia, duración y colorido.

A mí, que estoy más cerca de la narcolepsia que del insomnio, cientos de noches de soñar lo mismo provocaron que pierda el gusto por dormir: se necesita un mínimo de novedad hasta para entregarse al descanso, y es que el problema no es que me agobie un mal sueño, una pesadilla angustiosa de la que despierte con los ojos desorbitados y el corazón a punta de salírseme; no. Es más bien un sueño insulso con una anécdota muy simple: en cuanto caigo dormido me veo ante el espejo del botiquín, saco la lengua, me lavo los dientes, me ducho, me visto, desayuno, voy a la oficina, regreso a mi casa, ceno, me siento a leer, luego escribo, me acuesto y en ese instante despierto a este mundo con una espantosa sensación de fastidio que me dura todo el puto día.

Expuse mi problema a especialistas. Quiero decir que he gastado en inútiles consejos una buena suma, pero mi problema sigue igual. Creo que tendré que encariñarme con mi sueño, tal y como lo he hecho con mi vida.

domingo, marzo 21, 2010

Para los que llegan a las fiestas...

Rubén Bonifaz Nuño

Para los que llegan a las fiestas
ávidos de tiernas compañías,
y encuentran parejas impenetrables
y hermosas muchachas solas que dan miedo
—pues no uno sabe bailar, y es triste—;
los que se arrinconan con un vaso
de aguardiente oscuro y melancólico,
y odian hasta el fondo su miseria,
la envidia que sienten, los deseos;

para los que saben con amargura
que de la mujer que quieren les queda
nada más que un clavo fijo en la espalda
y algo tenue y acre, como el aroma
que guarda el revés de un guante olvidado;

para los que fueron invitados
una vez; aquellos que se pusieron
el menos gastado de sus dos trajes
y fueron puntuales; y en una puerta,
ya mucho después de entrados todos,
supieron que no se cumpliría
la cita y volvieron despreciándose;

para los que miran desde afuera,
de noche, las casas iluminadas,
y a veces quisieran estar adentro:
compartir con alguien mesa y cobijas
o vivir con hijos dichosos;
y luego comprenden que es necesario
hacer otras cosas, y que vale
mucho más sufrir que ser vencido;

para los que quieren mover el mundo
con su corazón solitario,
los que por las calles se fatigan
caminando, claros de pensamientos;
para los que pisan sus fracasos y siguen;
para los que sufren a conciencia,
porque no serán consolados,
los que no tendrán, los que pueden escucharme;
para los que están armados, escribo.

miércoles, febrero 03, 2010

miércoles, enero 20, 2010

Twit

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Ser arrogante y mamón no es cosa fácil. Si no saben hacerlo, mejor sean "buena onda y así"

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@tumeromole